viernes, 20 de enero de 2017

SOLIS
      Mi padre era secretario o tenedor de libros del Hospital Británico.  Los números del balance anual le bailaban en la cabeza durante toda la noche y se enfermó de surmenage, versión francesa del stress, y los médicos le recomendaron dos o tres meses de licencia en un balneario tranquilo. Mi madre consiguió un préstamo con Charlie Cat,  gerente del Banco Comercial, y alquilamos por todo el verano una casita en Solís. Se llamaba “Las Ranas” y era de la familia Beare. Enfrente era todo chircas y espinas de la cruz donde mi hermano y yo jugábamos el día entero persiguiendo lagartijas, descubriendo nidos de teros y perdices o inventando trampas para los apereás. A mediodía mi madre salía hasta la portera con una campana a llamarnos para el almuerzo y nosotros volvíamos corriendo sudorosos y mugrientos con los bolsillos llenos de piedritas raras y cascarudos.
            En Solís nos hicimos amigos del lechero, un chico apenas mayor, que montado en un burrito repartía la leche en sendos tachos grandes y lustrosos.  De tardecita lo ayudábamos a arrear las vacas hasta el tambo. Él nos enseñó a reconocer los bichos del campo. El chajá, el flamenco, la garza rosada, la temible crucera, la viudita, y a buscar insectos debajo de los troncos caídos. Es que en Solís, el campo y la playa eran la misma cosa y el olor a bosta de vaca llegaba hasta donde empezaba el olor de los mejillones.
            A veces íbamos a comer al Hotel Chajá. En la penumbra del inmenso comedor quinchado siempre había una niña muy bella, de apellido Lussich o Paysee, que tocaba en el piano blanco los primeros acordes de Para Elisa.
            En el inmenso comedor del Hotel Chajá nos juntábamos muchos niños. Don Ventura acodado en el mostrador registraba el continuo tráfico de helados de crema con  copete de dulce leche, pero yo me ensimismaba mirando la enorme estufa de piedra,  decorada con pieles de víbora, cuernos de antílopes, caparazones de mulita y  caracoles.
            A veces íbamos en bicicleta hasta el Parador los Cardos y subíamos a la Sierra de las Ánimas. En una de esas excusiones me enamoré perdidamente de Chichita, tres años mayor, y amiga de mi hermano. Tenía una risa cristalina y andaba en bicicleta con un shorcito beige. Nunca me miró ni se enteró que yo la amaba en secreto y sin esperanza. 
            De tarde solíamos ir hasta la desembocadura del Río Solís a ver la puesta de sol o a pescar pejerrey. Mi madre ponía un mantel a cuadros y una canasta sobre el pasto y repartía pedacitos de tarta de jamón y queso. Mi  padre sacaba una armónica y tocaba canciones de Stephen Foster y Negro Spirituals, mientras la magia del Angelus aliviaba mis penas de amor.


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