SOLIS
Mi padre era
secretario o tenedor de libros del Hospital Británico. Los números del balance anual le bailaban en
la cabeza durante toda la noche y se enfermó de surmenage, versión francesa del stress,
y los médicos le recomendaron dos o tres meses de licencia en un balneario
tranquilo. Mi madre consiguió un préstamo con Charlie Cat, gerente del Banco Comercial, y alquilamos por
todo el verano una casita en Solís. Se llamaba “Las Ranas” y era de la familia
Beare. Enfrente era todo chircas y espinas de la cruz donde mi hermano y yo
jugábamos el día entero persiguiendo lagartijas, descubriendo nidos de teros y
perdices o inventando trampas para los apereás. A mediodía mi madre salía hasta
la portera con una campana a llamarnos para el almuerzo y nosotros volvíamos
corriendo sudorosos y mugrientos con los bolsillos llenos de piedritas raras y
cascarudos.
En Solís nos hicimos amigos del
lechero, un chico apenas mayor, que montado en un burrito repartía la leche en
sendos tachos grandes y lustrosos. De tardecita lo ayudábamos a arrear las vacas
hasta el tambo. Él nos enseñó a reconocer los bichos del campo. El chajá, el
flamenco, la garza rosada, la temible crucera, la viudita, y a buscar insectos
debajo de los troncos caídos. Es que en Solís, el campo y la playa eran la
misma cosa y el olor a bosta de vaca llegaba hasta donde empezaba el olor de
los mejillones.
A
veces íbamos a comer al Hotel Chajá. En la penumbra del inmenso comedor
quinchado siempre había una niña muy bella, de apellido Lussich o Paysee, que
tocaba en el piano blanco los primeros acordes de Para Elisa.
En el
inmenso comedor del Hotel Chajá nos juntábamos muchos niños. Don Ventura
acodado en el mostrador registraba el continuo tráfico de helados de crema
con copete de dulce leche, pero yo me
ensimismaba mirando la enorme estufa de piedra, decorada con pieles de víbora, cuernos de
antílopes, caparazones de mulita y
caracoles.
A veces
íbamos en bicicleta hasta el Parador los Cardos y subíamos a la Sierra de las
Ánimas. En una de esas excusiones me enamoré perdidamente de Chichita, tres
años mayor, y amiga de mi hermano. Tenía una risa cristalina y andaba en
bicicleta con un shorcito beige. Nunca me miró ni se enteró que yo la amaba en
secreto y sin esperanza.
De tarde
solíamos ir hasta la desembocadura del Río Solís a ver la puesta de sol o a
pescar pejerrey. Mi madre ponía un mantel a cuadros y una canasta sobre el
pasto y repartía pedacitos de tarta de jamón y queso. Mi padre sacaba una armónica y tocaba canciones
de Stephen Foster y Negro Spirituals, mientras la magia del Angelus aliviaba
mis penas de amor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario