miércoles, 25 de enero de 2017

TRUFAS, AUTOMOVILES Y PÌANOS


                       
Artículo escrito en junio del 2014 y publicado en Búsqueda. Varios lectores amigos creyeron que las propuestas de Marx y Lenin  sobre la dictadura del proletariado eran una broma mía, pero en realidad son transcripciones  casi literales  de “El Estado y la Revolución” de Lenin de 1917, traducido del ruso al español por varias instituciones académicas halladas en Internet.

 TRUFAS, AUTOMOVILES Y PIANOS.   
            El presente paper tiene por objeto demostrar en clave irónica o por el absurdo, que las  experiencias socialistas previas al Chavismo venezolano (Rusia, China, Vietnam, Cuba) fracasaron por no haber cumplido a cabalidad con todos los preceptos establecidos por Marx y Engels para llevar a cabo una revolución exitosa.
            La metodología empleada para confeccionar este artículo consiste  en transcribir casi literalmente,  los fragmentos principales de  “El Estado y la Revolución”, del famoso folleto de agosto de 1917 de Vladimir Lenin, sobre textos de Marx y Engels escritos entre 1848 (Manifiesto Comunista) y 1871 (La Comuna de Paris)      
            Comenzaremos el estudio con una carta de Marx a Weydemeyer,  del año 1852,  citada por Lenin,  en la que el filósofo expresa:   “ lo que yo aporté fue demostrar:
            1º Que la existencia de clases sociales va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción.
            2º Que la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado.
            3º Que esa misma dictadura es el tránsito a la abolición de todas las clases, hacia una sociedad sin clases”.
            El primer punto es conocido: un pasado idílico de comunismo primitivo  de cazadores y recolectores, luego la apropiación  de excedentes por algunos, la división del trabajo,  la aparición del gobierno como instrumento de dominación de una clase sobre otra,  la esclavitud, el feudalismo, el vasallaje y la servidumbre, la revolución burguesa contra la nobleza, la aparición del trabajo asalariado en el capitalismo,  y finalmente la revolución proletaria contra la burguesía,  que terminaría para siempre con la lucha de clases y el Estado.
            El segundo punto es también conocido. Millones de obreros y campesinos derrocan a un puñado de burgueses explotadores. La primera tarea de la revolución obrera será la conquista de la democracia y la transformación del proletariado en clase dominante  para ir arrancando a la burguesía todo el capital,  y centralizando todos los medios de producción en el Estado proletario organizado.
            Desmantelar el poder de la burguesía implica terminar con el Parlamento (reunión de charlatanes), la Prensa (vendida a los capitalistas) y el Poder Judicial (independiente sólo en apariencia, los jueces deberán ser elegidos públicamente y serán responsables y revocables.  
            La sustitución del Estado Burgués por el Estado Proletario será imposible sin una revolución violenta.  Un partido obrero, vanguardia del proletariado, deberá tomar el poder y conducir a todo el pueblo al socialismo.  
            Las recomendaciones de Marx y Engels  para el tercer punto, la etapa de la dictadura del proletariado, y comentadas por Lenin,  no son tan conocidas o han sido piadosamente olvidadas:
            No se puede transitar hacia el socialismo, hacia la sociedad sin clases, sin romper la máquina burocrático-militar del Estado,  sustituir el ejército permanente por el pueblo armado y  suprimir la burocracia enquistada en el poder durante siglos.
            Toda la población debe ejercer las funciones del gobierno, que se reducirán a simples operaciones de registro, contabilidad y control.  Todos los  funcionarios públicos serán reducidos a ser simples ejecutores de las  directivas del pueblo armado.      Todos los funcionarios públicos sin excepción tendrán completa elegibilidad y amovilidad en cualquier momento. Todos se  turnarán en  las funciones de gobierno para que todo el pueblo pueda participar.
            Todos los sueldos se reducirán al salario corriente de un obrero.  La reducción del sueldo al salario corriente de un obrero permitirá unificar los intereses de obreros y campesinos y conducir al socialismo, y en última instancia a la abolición de las clases y la existencia del Estado.
            Durante la dictadura del proletariado, (la etapa socialista como Marx y Engels  llaman a la primer etapa de la revolución), además de liquidar a la burguesía como clase,  habrá que educar al pueblo en hábitos de trabajo (el que no trabaja no come), encarrilar vagos y delincuentes, y lo más importante referido al trabajo, exigir a cada quién según sus capacidades.
            Para cada trabajador se llevará un control de horas trabajadas o bienes producidos, lo que generará un crédito para cambiar por productos en los almacenes del Estado.
            En la segunda etapa de la revolución, el comunismo propiamente dicho, las clases sociales habrán desaparecido, el Estado, como aparato de dominación de una clase sobre otra, se habrá extinguido, toda la sociedad será una sola oficina y una sola fábrica, con igual trabajo y salario igual.             Habrá asociaciones de productores libres, cooperativas agrarias, consejos municipales y de fábrica, comunas en diversos niveles y los hombres estarán tan habituados a las reglas de convivencia que trabajarán voluntariamente según sus capacidades. La sociedad no regulará la cantidad de productos que cada cual recibe. Todo hombre podrá tomar libremente lo que cumpla con sus necesidades.
            Lenin, no sin razón, se enojó bastante con aquéllos que se burlaron  diciendo que los socialistas prometían  a todos el derecho a obtener, sin el menor control del trabajo rendido, la cantidad que desearan de trufas, automóviles y pianos.






           

           
           



lunes, 23 de enero de 2017

EL SOCIALISTA DE LOS 90

Este texto fue escrito en San Francisco a mediados de 1989. Lo envié a Brecha pero el Director Hugo Alfaro se disculpó por no poder  publicarlo porque podía parecer un ataque al Frente Amplio, justo en año de elecciones. En mayo del 90 Brecha organizó un Debate Abierto sobre la caída del Muro y se publicó.

 EL SOCIALISTA DE LOS NOVENTA
En un reciente artículo de BRECHA, Eduardo-Galeano propone, quizás demasiado tarde, redefinir el socialismo, luego de sentirse como un niño desamparado ante la derrota de Ortega en Nicaragua.
La imagen es bella y conmovedora, y me recuerda una tarde de 1968, cuando estábamos reunidos en el Paraninfo discutiendo acaloradamente la invasión a Checoslovaquia, y Galeano criticó valientemente la invasión de los tanques rusos, ante una concurrencia hostil donde se acusaba a Dubcek y su Primavera de Praga de ser una conspiración de la CIA. Esa tarde Galeano, apelando a un último argumento, dijo algo así: “Vamos a ver qué dice mañana Fidel Castro”. La posición de Fidel al día siguiente, apoyando la invasión rusa, nos cayó como un balde de agua fría, y ahora pienso que debió ser aquel día en que debimos sentir que algo andaba terriblemente mal en el socialismo.
La crisis total que hoy sacude al socialismo no solamente atañe a los marxistas leninistas afiliados al Partido Comunista, sino a toda la izquierda. Si en la época de Frugoni el socialismo era algo distinto al comunismo y al capitalismo, la verdad es que en los años sesenta el perfil de una tercera vía se diluyó en una marea revolucionaria, y todas las fuerzas de izquierda, que más tarde confluiríamos  en el Frente Amplio, habíamos adoptado como propios algunos elementos básicos del marxismo y del leninismo aunque no estuviéramos afiliados al Partido Comunista: la lucha de clases como motor de la historia, el culto mítico al proletariado, el énfasis del Estado en la economía, la crítica sistemática al capitalismo y la empresa privada; el desdén por la socialdemocracia y las vías parlamentarias de acceso al poder.  En fin, que con cierta razón el inefable Benito Nardone nos estampó el membrete de “cripto comunistas”, ya que, a la hora de concretar, nunca supimos proponer un modelo de socialismo democrático bien distinto del capitalismo norteamericano o del comunismo soviético, y mucho menos una síntesis con lo mejor de ambos sistemas.
Fueron tan enormes los errores cometidos durante 70 años por el socialismo, en nombre de la igualdad y la justicia social, que hoy en día la gente identifica la libertad y la democracia con el capitalismo, y al totalitarismo y la esclavitud con el socialismo, cuando debió ser al revés.
Por ello, el socialista de los 90 dedicará los primeros cinco años de la década a hacer terapia profunda, re-estudiar la historia, aceptar con humildad el gran engaño del que fue objeto y que también ayudó a perpetrar.
El socialista de los 90 reflexionará sobre las causas de su embotamiento en toda la década del 80 cuando la URSS invadió Afganistán y se le permitió al “tonto” de Ronald Reagan ocupar el centro del ring en la batalla ideológica.
El socialista de los 90 confesará su pasada arrogancia por haberse sentido superior, al propugnar un sistema basado en la solidaridad y el bien colectivo y despreciar todas las conquistas del capitalismo.
 El socialista de los 90 aceptará que el sistema capitalista le ganó la batalla al socialismo en el terreno político. El modelo propuesto por las revoluciones francesa y norteamericana, de elecciones libres, voto secreto, independencia y equilibrio de los tres poderes, libertad irrestricta de expresión, prensa, huelga, asociación, reunión y movimiento, resultó ampliamente superior al partido único, el verticalismo autoritario, y la suspensión de libertades individuales en aras del ideal colectivo.

El socialista de los 90 aceptará que el sistema capitalista ganó la batalla al sistema socialista en el terreno económico. A pesar del despilfarro y del consumo suntuario, la propiedad privada de los medios de producción puso al alcance de la población miles de bienes y servicios, más o menos útiles, que la gente consume y utiliza encantada. El socialismo, en comparación, produjo escasez, ineficiencia, mala calidad, tiendas vacías, colas interminables, tarjetas de racionamiento, burocratismo y la pereza legendaria del empleado público.
El socialista de los 90 aceptará que el sistema capitalista derrotó al socialismo en el terreno cultural. La pintura, la escultura, el teatro, la poesía, la música y la danza y la arquitectura, generadas bajo las libertades democráticas de Occidente, aun produciendo obras llenas de angustia, hipocresía o mercantilismo, reflejaron mejor la condición humana que las obras oficiales, acartonadas, falsamente optimistas que promovió el socialismo.
En la era de la información instantánea y global, simbolizada por la televisión, el satélite de comunicaciones, el fax, la telefonía celular y  las redes de computadoras, la libre circulación de las ideas le permitió al capitalismo ganar la batalla de la información. El socialismo siempre le tuvo miedo a la información. Prohibió los viajes al exterior, prohibió el ingreso de textos, obras de arte, señales de radio y televisión, prohibió la posesión privada de mimeógrafos, copiadoras, de fax. Prohibió la libre circulación de las ideas, la crítica de afuera y la de adentro.
El socialismo podría haber sobrevivido, aun a costa de ciertas libertades públicas, si hubiera ganado la batalla económica, si la producción socialista de bienes y servicios hubiera sido lo suficientemente grande como para realizar la justicia distributiva.
Pero el socialismo perdió la batalla económica porque despreció la propiedad privada de los medios de producción, combatió la creatividad e iniciativa individual, el derecho de cada quien de poner su propio negocio donde se le antojara, y combatió las leyes del mercado de oferta y demanda.
El socialista de los 90 deberá aceptar que en la carrera de la producción, el capitalismo, representado por el empresario privado, derrotó por amplio margen al socialismo, encarnado en el funcionario público.
Lo más difícil de aceptar para el socialista de los 90, y aquí es donde se juega o sintetiza todo el drama del futuro, es la figura del empresario privado. El empresario clásico es una figura bastante difícil de tragar, justo es reconocerlo. En su afán de lucro y para poder competir con sus iguales (si es que no consiguió monopolio) pretende pagar lo menos posible a su mano de obra. Para invertir su capital exige estabilidad política, mano de obra barata y represión sindical. A la menor provocación amenaza con llevarse sus capitales. Llora por los impuestos y los evade, intenta corromper el poder político para su causa y encima se cree un benefactor porque crea fuentes de trabajo.
El socialista del 90 aceptará al empresario como un hecho irreversible, como un dato de la ecuación, y admitirá que el empresario se haga cargo del 70 o el 80 por ciento de la economía, y propugnará por crear las condiciones para su desarrollo. Sólo que esta vez, el clásico empresario barrigón de cadena de oro, y siempre dispuesto a llamar a la policía, será lentamente sustituido por el moderno entrepreneur (ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot...), que será un tipo joven, culto, informado, deportivo, partidario de la pirámide achatada, dispuesto al diálogo y la negociación y con cierto grado de conciencia social y ecológica.
Juntos, el entrepreneur y el socialista desplazarán al viejo oligarca tiránico, represivo, racista y vendido al extranjero.
 El socialista de los 90 fomentará en las universidades públicas y privadas la formación de entrepreneurs con la mayor conciencia social posible, y diseñará las carreras y proyectos de investigación en coordinación con las empresas y los gobiernos.
Cuidará y profundizará las instituciones democráticas, fortalecerá las libertades públicas, el equilibrio de poderes ejecutivo, legislativo y judicial, el voto secreto, para que no se encaramen en el poder las viejas oligarquías y las tiranías.
Defenderá la libertad sindical para defensa exclusiva de los intereses y derechos de los trabajadores y no usará los sindicatos como plataforma de lucha para destruir el sistema, porque los trabajadores serán los primeros interesados en cuidar las fuentes de trabajo, en unirse y en tener cada vez más poder de negociación frente al entrepreneur, quien no será el enemigo de clase sino un socio con bastante poder en una aventura común.
El socialista de los 90 atribuirá al Estado un papel principal en la definición de las metas económicas y sociales del país, en la educación y la salud, en el dominio sobre algunos bienes estratégicos y en algunos servicios públicos esenciales, y creará las condiciones para que las iniciativas individuales privadas se ocupen de todo los demás, regulando y corrigiendo los desequilibrios provocados por la economía capitalista que surgieran.
El socialista de los 90 reconocerá la imperiosa necesidad de incorporarse a grandes mercados de producción y consumo, buscará la creación de grandes mercados regionales, derribando fronteras aduaneras entre socios con geografías, culturas y regímenes democráticos similares, tales como el Cono Sur, el Pacto Andino, Centroamérica, etcétera...
El socialista de los 90 combatirá el imperialismo norteamericano, más peligroso ahora que antes, pero no depositará en un delincuente como Noriega la defensa de la soberanía continental, ni defenderá regímenes dictatoriales por el solo hecho de ser enemigos de Estados Unidos, ni atribuirá todos nuestros males a los oscuros manejos de la CIA de la gran democracia del Norte.
Finalmente, por si todo lo anterior fuera poco, el socialista de los 90 tendrá una clara posición sobre el feminismo, el aborto, el racismo y las minorías, los derechos de los homosexuales, la ecología y la religión.





viernes, 20 de enero de 2017

CAMNITZER Y EL CINISMO ETICO.       Noviembre 2016
Hace poco Camnitzer estuvo en Casa Mario, en el Bajo de nuestra Ciudad Vieja conversando largamente sobre sus temas favoritos: arte y política, ante un público joven poco acostumbrado  a escuchar  en Uruguay  debates de fondo sobre esos temas. Luis Camnitzer es nuestra máxima estrella en el extranjero pero en el severo campo del arte conceptual. Hace 40 años que vive en Nueva York y es uno de los fundadores de esa  corriente, de mediados de la década del sesenta.   Sus obras están en varios museos de renombre y han estado en Bienales de Venecia, San Pablo, La Habana y en la Documenta de Kassel. Es profesor emérito de la State University de Nueva York.
La relación entre arte, ética, política y mercado ha sido una de las obsesiones de Camnitzer a lo largo de su vida. En el 2012 publicó un libro muy jugado: “Arte, Estado y no he estado”, compuesto por 18 textos escritos entre 1968 y el 2006, en los cuales se despacha con enorme sinceridad y candor sobre su propia vida, su infancia en Uruguay, su largo exilio en Nueva York, y sobre todo las dudas, sentimientos de culpa y estrategias pergeñadas para manejar su exitosa carrera y sus ideas de izquierda, nada menos que en las entrañas del Imperio, (como decía José Martí un siglo antes).
Desde muy joven sintió las tentaciones del mercado, y se preguntaba hasta qué punto una obra vendida podía condicionar las siguientes. El secreto o deseo explícito de la mayoría de los artistas es poder vivir de remuneraciones por su actividad. Al mismo tiempo, el beneficio económico es visto en el arte como poco ético. La queremos de las dos maneras: ser puros y no mercenarios, y que nos paguen por nuestra magia en un mundo que es mercenario y no mágico”. En otro de los textos declara que la docencia como modo de vida le permitió alejarse un poco de las tentaciones y caprichos del mercado.
Un penetrante prólogo de Gabriel Peluffo Linares destaca el empecinamiento de Camnitzer en tratar de conducirse en todos estos años  de acuerdo a sus convicciones ideológicas, y  la vigencia actual de su crítica a los métodos actuales de enseñanza en talleres y escuelas de arte. Según el artista, se enseñan técnicas: dibujo, grabado, collage, pintura, fotografía, escultura, y se enseñan temas: paisaje, naturaleza muerta, retrato, abstracción, en lugar de invitar al alumno a investigar sobre la cultura como un proceso colectivo, interdisciplinario, el arte como reflejo del contexto  local y regional, su inserción en la globalidad, las condiciones éticas del artista, su función social, los principios y valores en juego, el bien colectivo, el rol del individualismo, el mercado que todo lo absorbe y regurgita como lugar común o estereotipo.
En esos años mozos “el arte era un arma de combate, un instrumento de subversión”. En 1969 Camnitzer destacaba la estética de la guerrilla tupamara, la pureza del arte-correo, y luego la habilidad comunicacional del Comandante Marcos y la eficiencia de los hackers.  Ya a mediados de los sesenta, con veinte años, descubrió las posibilidades de la combinación de imágenes y textos. Siendo uno de los fundadores del conceptualismo, buscaba galerías para exponer y al mismo tiempo desmaterializaba su obra para evadir el mercado. Una de las soluciones de los artistas conceptuales era  encarar el arte como formulación de problemas y generación de conocimientos, pergeñar obras que no fueran objetos de consumo  coleccionables.  Otra ventaja del conceptualismo era, según el autor, que las obras no quedaban encerradas en fronteras, se libraban del trabajo artesanal y del fetichismo de las cosas, y la comunicación estética no dependía de la posesión de un objeto final. Pero el sistema capitalista de mercado, representado por los museos, galerías y coleccionistas, mostró su lozanía y capacidad de asimilación de la crítica del arte contestatario, al adquirir para sus colecciones los dibujos, maquetas, memorias descriptivas, fotografías, videos y textos  del proceso creativo, aunque no hubiera un objeto final.  
Mientras Andy Wharhol y otros artistas  genios del marketing, aprovechaban las contradicciones del sistema para engrosar su fama y su cuenta bancaria, los conceptualistas puros vivían su éxito comercial como una  frustración. Justamente la Colección Daros  adquirió casi toda la obra de Camnitzer por una cifra no revelada, y hablando de los artistas cubanos de la década del noventa, dice Camnitzer : “Y sin embargo surgió una nueva generación fértil, estéticamente y éticamente crítica,  que además vende y que a pesar de vender mantiene su humor”.
Camnitzer inventó una estrategia o forma de resistencia que llamó  cinismo ético que permite que la corrupción sea relativamente reversible, o una que permite, en la medida de lo posible, usar la corrupción sin corromperse.” “La esencia de esta posición se basa en la idea de que prostituirse a sabiendas es mejor que prostituirse inconscientemente.” (¿Es posible la enseñanza del arte?1980). Por supuesto que esta doctrina del artista expresada tan frontalmente provocó  cierta resistencia cuando Camnitzer viajó a su querido Uruguay de la infancia, y pretendió compartir sus hallazgos y tribulaciones con  sus compatriotas.
El problema empeoró cuando cayó el muro de Berlín en el 89 y el capitalismo liberal pasó a ser el patrón de la vereda sin alternativas de cambio visibles a corto plazo. Justo cuando cayó el paradigma socialista y el arte en la posmodernidad devino conceptual (ligado a las ideas), los artistas se vieron obligados a la crítica desde adentro  del sistema y al mismo tiempo  mantener un discurso contestatario, sin una sólida teoría emancipadora que lo respaldara. “En ausencia de la lucha de clases y del enfrentamiento anticolonialista, la resistencia termina formulándose en fundamentalismos étnicos y religiosos, o en actos gratuitos”. "Para mí, un artista es alguien que trata de afectar la cultura y por otro lado, está el mercado que lo convierte en un productor de cosas y eso es contradictorio” En  ”La Corrupción del Arte / El arte de la corrupción”, 1996) vuelve sobre el tema que le obsesiona, y finaliza el artículo  reconociendo “que lo único que logro con todo esto es volverme a sentir como al principio de las cosas y renovar la certidumbre de que todo es muy, pero muy complicado.
En el resto del libro Camnitzer se explaya sobre otros temas recurrentes, como el arte de las periferias y su relación con las hegemonías metropolitanas,  el apoyo del Estado a las artes, la globalización, la Coca Cola y los Mac Donald´s, la búsqueda de la esquiva identidad de los pueblos colonizados, etc.
Los alumnos le dicen al Maestro que sus escrúpulos éticos son un poco “setentoides” pero todos estos textos teóricos  de Camnitzer son imprescindibles para quienes se preguntan qué cosa es el arte  o cuál es el rol del artista.

 1971. Dibujo. Firma para vender en tajadas al peso. 
  1979. El paisaje como actitud.










SILVITA EN CUBA
Se llamaba Juan Silva pero en la Facultad  le decíamos Silvita porque era bajito y con cara de niño. Entre rubio y pelirrojo, siempre sonriente y bonachón, emanaba un entusiasmo contagioso por todo lo que fuera revolucionario o contestatario. En 1963, creo,  se hizo en Cuba un congreso de la Unión Internacional de Arquitectos que había sido programado desde antes de la Revolución. Fidel Castro organizó en paralelo un congreso de estudiantes de arquitectura de Sudamérica y para facilitarnos el viaje mandó un barco ruso a buscarnos al puerto de Santos, en Brasil. Los que queríamos ir teníamos que pagar solo cien dólares, pero antes tuvimos que hacer en  Facultad una prueba escrita sobre las razones de nuestro interés en el viaje. Silvita casi pierde el concurso por manifestarse demasiado idealista y romántico con respecto a los rigores del materialismo dialéctico. Unos trescientos fans de Fidel confluimos en autobuses hacia Santos desde Santiago, Asunción, Buenos Aires, Montevideo y San Pablo. El viaje era muy largo pero nos entretuvimos jugando a las cartas, haciendo bullying  o estudiando a Lenin. No es casual que el barco ruso  se llamara Nadeshka Krupskaia, como la mujer de Lenin, pero el   capitán,   acostumbrado a hacer solamente el Mar del Norte,  no entendió  muy bien el bullanguero espíritu latino.  Juró no volver jamás a Sudamérica porque fumábamos en los camarotes, jugábamos a las cartas por plata, dejábamos las toallas tiradas por los corredores o intentábamos seducir  a las meseras de la tripulación. Se decía  que nos ponían bromuro, una droga  en la sopa para amenguar nuestra líbido juvenil. Llegamos a La Habana llenos de entusiasmo  y deseosos de ver la Revolución enseguida. En el puerto nos esperaron unas edecanes monísimas con flores, música, copas de “daiqurí”  bien helado  y nos acompañaron hasta  un hotel en la esquina de 3ª y F, un edificio moderno y agradable muy cerca del mar. Dejamos las valijas en los cuartos y corrimos hasta el Malecón, muy parecido a nuestra rambla de Pocitos. Silvita iba adelante deseando expresar su adhesión y entusiasmo revolucionario. Llegó antes que nadie al muro que ataja las olas,  se dio vuelta hacia nosotros, levantó los brazos al cielo y exclamó “¡Acá el mar es más grande!” y todos nos  abrazamos emocionados.



CUBA

Entré a Facultad de Arquitectura en 1959, y ese primer año salvé varias materias con muy buenas notas pero enseguida me vi arrastrado por la actividad gremial y la militancia política. En 1959  Fidel Castro, después de varios años de lucha armada en las montañas, derrocó  al dictador  Batista. La imagen de Fidel, Camilo Cienfuegos y el Che Guevara,  jóvenes y lindos,  con sus barbas y melenas románticas entrando en la Habana encima de un tanque de guerra, conmovió a buena parte de mi generación    y nos  arrastró en la marea revolucionaria de los años sesenta.  La Facultad era de las más revoltosas de la Universidad. Cuando vino Eisenhower, héroe de la Segunda Guerra Mundial, pasó por Bulevar Artigas y desde el techo le descolgaron un cartel inmenso con la clásica diatriba  contra el imperialismo yanqui. En esos años participé en infinitas manifestaciones relámpago en defensa de la Revolución Cubana, al grito de “Cuba sí, yanquis no” y otra consigna mucho peor, que hoy recuerdo con  infinita vergüenza: “¡Que suba, que suba, gobierno como en Cuba!”. Una manifestación relámpago consistía en pasar de boca en boca, entre todos los militantes de la FEUU, una esquina y una hora determinadas, para irrumpir de golpe en 18 y marchar  tres o cuatro cuadras hasta que llegara la policía.  Interrumpíamos el tránsito de 18 de Julio casi todos los días. Los compañeros omnibuseros nos odiaban y los policías también, más por las horas extras que tenían que trabajar para enfrentarnos, que por razones ideológicas. Pero yo con 20 años me sentía extraordinario, coprotagonista de la historia, miembro de la vanguardia esclarecida del pueblo uruguayo al que había que despertar de la alienación capitalista y conducirlo hacia el socialismo. Qué época  linda de mi vida: volver a Facultad, al día siguiente de una manifestación,  con la cabeza vendada a  causa de algún palazo, ante la admiración de los profesores y las chicas de la clase.



EL GALPON DE ESQUILA
            En esos primeros de la década del 60 hubo un concurso en Facultad para reemplazar a Arostegui y Paysee Reyes, que se retiraban como jefes de Taller de Proyectos. Se presentaron dos ayudantes de  Paysee   que se llamaban Chappe y Monestier, que eran muy buenos arquitectos y muy buenos docentes. Algo soberbios,  subestimaron un poco a sus rivales y no calibraron la orientación política ampliamente izquierdista que imperaba en la Facultad. Los otros concursantes se plegaron al discurso dominante y ganaron los cargos con facilidad, hablando de la misión social de la arquitectura, la acción comunitaria, el bien común, y en contra del individualismo y la clientela aburguesada de Pocitos.
            Yo me anoté en uno de los talleres socialistas, más por ignorancia que por convicción, y el primer ejercicio consistió en proyectar un galpón de esquila. Diligentemente me fui hasta la Facultad de Agronomía, lejísimos, y estudié en varios libros el movimiento de las ovejas desde que entran por potreros y galpones hasta que salen trasquiladas, de manos de las cuadrillas de peones zafrales. Fui a ver una esquila de verdad y me dieron lástima las ovejitas rapadas y estresadas, tiritando de frío, con algunas lastimaduras de las tijeras.. Me resultó fácil dibujar el esquema funcional de los galpones y saqué una buena nota. Pensé  que me gustaba  más la ingeniería y la economía del proyecto que la arquitectura entendida erróneamente como algo superfluo y caro que se agrega al esquema funcional. Error mío y del Taller donde me cobijé en esos años tan formativos y que pagaría caro. 



INUNDACIONES
                        Ese mismo año, en abril, ocurrieron las peores inundaciones del siglo. Me puse el uniforme de los Boy Scouts que me quedaba chico y me fui al Cilindro a embolsar ropa usada para los damnificados. Pero la facultad organizó una asamblea gigantesca en el salón de actos para discutir causas y remedios de la inundación. Los más razonables dijeron que la culpa era de los Intendentes corruptos que autorizaron  fraccionamientos inundables. Los  más enfervorizados señalaron como culpables al latifundio,  la propiedad privada de la tierra, el capitalismo,  el imperialismo yanqui y la necesidad de expropiar casi todo.  La lista de oradores era enorme y se votó un cuarto intermedio. Al día siguiente pedí  la palabra y con las piernas temblando de miedo hablé de la naturaleza humana, del egoísmo y la ambición, la compasión y la caridad, cité a Carlos Vaz Ferreira, Albert Camus, Shopenhauer y otros autores hoy un tanto devaluados. Cuando terminé se produjo un piadoso silencio que me pareció eterno, pero por suerte se olvidaron de mí y siguieron con las mociones habituales de movilización y lucha contra el gobierno.  Al día siguiente algunos profesores de la derecha me felicitaron en voz baja por mi valentía,  pero todos los grupos de estudiantes me invitaron a sus reuniones políticas. Habían detectado en seguida al cretino útil, inocente pero de buena madera, capaz de evolucionar, con un poco de entrenamiento,  hacia la izquierda revolucionaria.


FACULTAD
            Entré a Facultad sin saber demasiado sobre la importancia de elegir Taller, el ámbito pedagógico por excelencia donde se enseña la esencia de la arquitectura: el proyecto, el arte de plasmar en un plano la forma de los volúmenes que se van a construir y contener alguna actividad o función humana. El primer ejercicio que me tocó hacer era el de componer en maqueta un elemento natural y uno artificial, sobre una base. Presenté una tibia humana que encontré en la feria de Tristán Narvaja, parada sobre una foto de la luna y un velo blanco que caía ondulante. El profesor, un hombre sensible, se dio cuenta que yo era sapo de otro pozo, me puso una nota elevada pero me dijo que los objetos elegidos eran demasiado  literarios, su mensaje o significado excedía la forma que lo contenía.
            El segundo ejercicio del semestre era definir varios espacios con palitos y alambres pero  sin usar superficies planas. Mientras otros compañeros hicieron pequeñas cajas rectangulares reminiscentes del Taller Torres García, yo presenté una serie de triángulos caóticos, notoriamente inspirados en los techos volados del libro de Frank Lloyd Wright que me había regalado la turista Republicana que odiaba a Roosevelt. Algunos compañeros me hicieron notar que Wright no era muy bien visto en la Facultad, por ser un arquitecto individualista al servicio de clientes millonarios. En la Facultad de 1960 los docentes que yo elegí  consideraban que la arquitectura no era una de las bellas artes sino un trabajo social al servicio de la clase obrera. Entre el atrapante  marxismo y mi obsesión compulsiva por la economía y el contenido social de la arquitectura, nunca pude desarrollar las capacidades artísticas de la profesión, y hasta hoy siento un rechazo visceral por las obras demasiado caras que hace el Estado, como la Torre de Antel de Ott, que es realmente preciosa. 


AYUDANTE DEL ARCHIVO DE OBRAS
            En la década del sesenta trabajé durante cuatro años en el Museo Nacional de Bellas Artes, hoy de Artes Visuales. Tenía que cumplir  solamente cuatro horas y era perfecto para estudiar, la Facultad me quedaba  a dos cuadras. El Director era Muñoz del Campo, excelente arquitecto y uno de los hombres más buenos del mundo. Me autorizó a viajar un mes entero a Cuba, y luego a hacer un curso fantástico de seis  meses de Desarrollo Económico organizado por la CIDE de Enrique Iglesias.  También trabajaban en el museo  otros artistas: Vicente Martín, Jorge Damiani, Alejandro Casares, Javiel Velázquez. Una vez, todos mandamos obras a un Salón Municipal, y todos obtuvimos premios. Muñoz del Campo estaba en el jurado. Una de mis tareas  era actualizar el catálogo de obras del Museo. Cientos de obras paraditas en unas jaulas de hierro, había que sacarlas, medirlas, verificar los datos, anotar el estado de conservación y todo eso en un libro grandote . Siempre era emocionante tener en las manos una luna de Cúneo, una callecita de De Simone, un retrato de Sáez. Pero también había decenas de cuadros europeos de los llamados académicos, escenas campestres, de cortesanas de capelina y miriñaque, alegorías, batallas navales, cacerías de zorros y santos y madonas de toda especie, que seguramente fueron donados al museo por burgueses modernos que no sabían qué  hacer con aquéllos barrocos marcos dorados. Ya cuando me iba del Museo llegó Kalemberg a la Dirección y le pudo imprimir otro ritmo a la institución y al edificio, pero las obras académicas del siglo XVIII y XIX nunca se expusieron, los uruguayos no las conocen.



POLITICA
            Con dos años del Instituto Alfredo Vásquez Acevedo, más conocido como IAVA,  logré salir de la burbuja un poco artificial del British y me topé con un Uruguay más real, más normal y de clase media, más latino, desordenado, creativo, el Uruguay de la picardía criolla y la politización desmesurada.  Asistí asombrado a las primeras asambleas de estudiantes, las huelgas por la autonomía universitaria de 1958, mis primeras manifestaciones por 18 de Julio,  la oratoria inflamada de líderes estudiantiles sobre temas extraños o incomprensibles  para mi inocencia política. Solo había escuchado historias familiares de escasa entidad: la admiración de mi madre por Batlle y Ordóñez, vagas referencias de la admiración de mi padre por Emilio Frugoni, y otras historias breves, como  un banquete en el Parque Hotel donde entró la tropa de Gabriel Terra apuntando a los comensales con sus fusiles, y mi tía abuela, vasca hasta la médula,  se negaba a levantar los brazos.
            Más por espíritu aventurero que por convicción política, en 1958 me sumé un par de veces a las manifestaciones por la autonomía universitaria.
Los consabidos gases lacrimógenos, la policía a caballo corriendo por las veredas y todo eso, pero el mayor asombro fue comprobar que la policía, o sea el Estado, a través de la prensa que narraba los incidentes,  mentía descaradamente. Para mí hasta ese momento el Estado era una entidad superior, impoluta, regida por leyes  justas e inmutables  y ejercidas por gobernantes perfectos. Hubo una manifestación relámpago de 500 obreros y estudiantes por 18 de Julio que fue dispersada por agentes de Investigaciones vestidos de particular. Al día siguiente la Jefatura informó que éramos 50 y que habíamos provocado la represión tirando piedras. Comenté el asunto con  mi  amigo Roberto, inteligentísimo estudiante de derecho y me dijo: “¿nunca pensaste que las leyes y las instituciones, como la policía, son un invento de una clase  para explotar a otra?” Todavía sin saber si fue una bendición o una desgracia, esa fue mi primera aproximación al marxismo.


BELLAS ARTES
            En el British me habían dado un premio especial por “Outstanding Performance” en Dibujo, un premio que solo se había dado muchos años antes a un tal Bengt Hellgren, que figura en el Diccionario de Artistas Uruguayos de Nelson Di Maggio. A fin de año mis dibujos en papel garbanzo colgaban en las paredes de los corredores para asombro de todos los chicos del colegio. Algunos, los que no me conocían, decían que me los había hecho mi madre, que era una extraordinaria dibujante, mucho mejor que yo. Simplemente heredé de ella esa habilidad, como hay chicos que heredan el “oído” y son capaces de tararear una canción con oírla una vez sola. Así que a los 18 años iba de día al IAVA a estudiar Preparatorios de Arquitectura y en las noches estudiaba Dibujo y Pintura con Vicente Martín en la Escuela Nacional de Bellas Artes de la calle Martí. Trabajábamos en el sótano. En un salón enseñaba Edgardo Ribeiro y en el otro Vicente Martín. Dibujábamos manzanas y botellas, y a veces venía una modelo a posar desnuda, se llamaba La Gitana y tenía unos  60 años. Yo dibujaba las lucecitas del cuerpo de la Gitana todas iguales, y una noche Vicente me enseñó a mirar la modelo con los ojos entrecerrados para ver solamente los grandes volúmenes de luz y sombra. Fue lo único que me enseñó en el año y medio que fui, pero fue una enseñanza decisiva que todavía le agradezco. Me llevó muchos años comprender que mi habilidad para copiar un objeto, reproducir su apariencia exacta, no tiene nada que ver con el arte, que en esencia es creación, la invención de una forma nueva.


MADRE
            Mi madre era una extraordinaria dibujante y pintora. Fue alumna de Laborde y Bazurro en el Círculo de Bellas Artes. En sus mejores años, década del 30, pintaba con el estilo planista al igual que Bazurro, Laborde, Cúneo, Arzadum, Petrona Viera, Causa, Etchebarne Bidart,  y otros.  Bazurro la quiso mandar a Europa con una beca junto con Gilberto Bellini, que era otro alumno destacado, pero mi abuelo materno, un vasco medio bruto y atrasado,  no la dejó ir. También quiso estudiar arquitectura pero fue casi peor. Ninguna mujer podía estudiar arquitectura en esos años. Cuando nacimos mi hermano y yo, dejó de pintar, como sucede a tantas mujeres hoy en día. No es que haya abandonado, siguió pintando esporádicamente, pintaba para el Salón Nacional y sacaba premios, pero eso no sirve para nada. No hizo exposiciones individuales, quedó fuera del circuito artístico, perdió el tren y además no entendió lo que pasaba en los 50 con las vanguardias, el Taller Torres García y el abstraccionismo.
            Como yo heredé sus aptitudes naturales para el dibujo y no tenía dificultades con las matemáticas, mi madre me convenció a los 16 años para inscribirme en Preparatorios de Arquitectura y de esa manera se realizaba ella a través de mí, compensando su notoria frustración, sin darme chance de elegir otra profesión que me gustara, como la medicina por ejemplo. Decía que yo era tan sensible que a la primer vista de sangre me iba a desmayar al pie de una cama de hospital. Con todo, me estimuló para que fuera a Bellas Artes, donde pude resistir un año y medio, pero las exigencias crecientes de la Facultad me obligaron a dejar.


GUÍA DE TURISTAS
            Después del surmenage que  obligó a mi padre a dejar el empleo del Hospital Inglés, él estuvo trabajando algunos años como guía de turistas para la agencia de viajes Buemes. Cuando yo tenía 14 años mi padre se murió como consecuencia del estrés anterior,  úlcera del duodeno, cirugía y probable mala praxis, y me quedé de golpe sin el hombre más bueno del mundo. Mi madre quedó con una pensión muy chica y el sueldo de profesora de Secundaria, así que a los 15 años heredé el puesto de guía de turistas. Mi labor consistía en pasear turistas por Montevideo en un taxi o remise,  mostrarles en 3 horas  la Ciudad Vieja, Carrasco, la Rambla, el Palacio Legislativo, la Carreta de Belloni, La Diligencia,  y a veces los peones disfrazados de gauchos tomando mate en La Tablada. También acompañaba a los turistas a las tiendas de artículos de cuero que estaban en Plaza Independencia y me ganaba el 10% de las ventas. Otras veces guiaba un autobús entero lleno de turistas y en inglés les contaba cosas de los edificios, reales o inventadas.  En el medio del Salón de los Pasos Perdidos hay un mármol que figura una vaca: era la riqueza del Uruguay, y en una de las columnas aparece la carita de Lincoln, que los pobres turistas miraban con  resignación y respeto. Al final del paseo los turistas juntaban unos dólares y me daban propinas. Una vez una señora muy rica y distinguida,  del Partido Republicano y  que odió el monumento a Roosevelt que está por  el Parque Batlle, me preguntó qué pensaba estudiar y le dije: arquitectura. Dos meses después me llegó por correo un libro fantástico sobre la obra de Frank Lloyd Wright. Me enamoré de las Usonian Houses de Wright con esos techos atrevidos volados y pensé que cuando fuera arquitecto iba a ser como él.


LITERATURA
            Mi padre era muy lector y nos compraba en el quiosco de la esquina de avenida Brasil  y Brito del Pino unos libros grandes de tapa amarilla impresos en papel de diario, que traían literatura clásica y costaban un peso. Con mi hermano pasamos varios años espadeando con palos de escoba  como Dartagnán y los tres mosqueteros, o subiendo a inmensos árboles como los hermanos Grant  de Verne o navegando en balsas precarias  por el Santa Lucía, como si fuera el Mississipi de Tom Sawyer o Huckleberry Finn. Pero en algún momento abandoné esas  lecturas  y  me dediqué a leer  “El mundo es ancho y ajeno” de Ciro Alegría, “El señor Presidente” de Asturias, “La Vorágine” de Eustasio Rivera, “Doña Bárbara” de Rómulo Gallegos, “Gran Sertón, Veredas”, de Guimaraes Rosa, y en esos libros del realismo social  descubrí que América del Sur, ese  continente indígena, enorme,  miserable y violento,  me hacía vibrar de emociones profundas y  desconocidas, y mi sentimiento de patria se desbordaba por las selvas del Amazonas.
            En tercero de liceo del British había tenido  un profesor de Literatura excelente, Gastón Blanco  Pongibove, muy entretenido, escribía sobre cine en el Semanario Marcha. Se salía del programa oficial y nos daba La Metamorfosis de Kafka, Rebelión en la Granja de Orwell (que era una alegoría antitotalitaria) y también el Manifiesto Comunista. Nos contaba en qué círculo del Infierno de la Divina Comedia estaban los grandes malvados de la Edad Media y del Renacimiento. Un poco para la chacota nosotros preguntábamos por gente y el contestaba, hasta que al rato se enojó y dijo que no era el ascensorista del Infierno. Como ya dije, en cuarto año del liceo el Director Mr Schor nos daba notables clases sobre Shakespeare. Como el British no tenía quinto y sexto, mi madre nos mandó al IAVA, que en esos años tenía un elenco notable de profesores. Emir Rodríguez Monegal en quinto, (que estaba sobre calificado para darnos La Ilíada) corría por el salón de clase blandiendo un látigo imaginario como si fuera Héctor o Menelao).  En sexto  año  Guido Castillo, (brillante combatiente del Taller Torres García en sus años mozos),  se entusiasmaba tanto dando Fausto que me parecía le salían chispas de sus grandes ojos inteligentes. A veces me colaba de oyente en las clases fascinantes de Angel Rama. No me interesaban las materias científicas como física y matemáticas.


SOLIS
      Mi padre era secretario o tenedor de libros del Hospital Británico.  Los números del balance anual le bailaban en la cabeza durante toda la noche y se enfermó de surmenage, versión francesa del stress, y los médicos le recomendaron dos o tres meses de licencia en un balneario tranquilo. Mi madre consiguió un préstamo con Charlie Cat,  gerente del Banco Comercial, y alquilamos por todo el verano una casita en Solís. Se llamaba “Las Ranas” y era de la familia Beare. Enfrente era todo chircas y espinas de la cruz donde mi hermano y yo jugábamos el día entero persiguiendo lagartijas, descubriendo nidos de teros y perdices o inventando trampas para los apereás. A mediodía mi madre salía hasta la portera con una campana a llamarnos para el almuerzo y nosotros volvíamos corriendo sudorosos y mugrientos con los bolsillos llenos de piedritas raras y cascarudos.
            En Solís nos hicimos amigos del lechero, un chico apenas mayor, que montado en un burrito repartía la leche en sendos tachos grandes y lustrosos.  De tardecita lo ayudábamos a arrear las vacas hasta el tambo. Él nos enseñó a reconocer los bichos del campo. El chajá, el flamenco, la garza rosada, la temible crucera, la viudita, y a buscar insectos debajo de los troncos caídos. Es que en Solís, el campo y la playa eran la misma cosa y el olor a bosta de vaca llegaba hasta donde empezaba el olor de los mejillones.
            A veces íbamos a comer al Hotel Chajá. En la penumbra del inmenso comedor quinchado siempre había una niña muy bella, de apellido Lussich o Paysee, que tocaba en el piano blanco los primeros acordes de Para Elisa.
            En el inmenso comedor del Hotel Chajá nos juntábamos muchos niños. Don Ventura acodado en el mostrador registraba el continuo tráfico de helados de crema con  copete de dulce leche, pero yo me ensimismaba mirando la enorme estufa de piedra,  decorada con pieles de víbora, cuernos de antílopes, caparazones de mulita y  caracoles.
            A veces íbamos en bicicleta hasta el Parador los Cardos y subíamos a la Sierra de las Ánimas. En una de esas excusiones me enamoré perdidamente de Chichita, tres años mayor, y amiga de mi hermano. Tenía una risa cristalina y andaba en bicicleta con un shorcito beige. Nunca me miró ni se enteró que yo la amaba en secreto y sin esperanza. 
            De tarde solíamos ir hasta la desembocadura del Río Solís a ver la puesta de sol o a pescar pejerrey. Mi madre ponía un mantel a cuadros y una canasta sobre el pasto y repartía pedacitos de tarta de jamón y queso. Mi  padre sacaba una armónica y tocaba canciones de Stephen Foster y Negro Spirituals, mientras la magia del Angelus aliviaba mis penas de amor.


CRICKET CLUB     
            Cuando éramos chicos, los sábados o domingos íbamos al Montevideo Cricket Club, entre Sayago y Peñarol. Íbamos en ferrocarril desde la Estación Central y nos bajábamos en Parada Polo. El viaje en tren, como se sabe, era maravilloso para la imaginación de un niño. Desde la ventana veíamos casitas muy humildes construIdas contra el alambrado lleno  de violetas, y casi siempre había un niño descalzo saludándonos con cierta melancolía.
            Era un Club fundado por los ingleses,  que sabían pasarla bien en los países donde instalaban ferrocarriles, aguas corrientes, compañías de gas, hospitales y colegios. El club tenía canchas de polo, de rugby, fútbol y tenis y tenía vestuarios, un salón  donde las damas tomaban el té con los niños, y una cantina que decía “Men Only” donde  los varones se metían, después del rugby, a tomar litros de “schandy”, una mezcla de cerveza y gaseosa.
             Mi madre nos llevaba al césped  y desplegaba su  mantel a cuadros y sacaba de una canasta los sándwiches y los escones. Mi madre se diseñaba su ropa con muchos volados en color pastel, y sabía hacerse grandes capelinas  de alas ondulantes .  Después me di cuenta que quería parecerse  a Greer Garson en Rosa de Abolengo.
            Pero lo mejor del paseo era el regreso de todos en el tren de las 20.10.  Los ingleses y mi padre cantaban durante todo el trayecto, y al bajar en la Estación subíamos  por Paraguay  hasta 18 de Julio. El más cómico de la barra, que se llamaba Jack, se subía a una  garita que había en el medio de la calle  y detenía el tránsito para que cruzáramos  nosotros. Allí los adultos se despedían a las risas hasta el fin de semana siguiente.


BRITISH
            Como funcionario de los ferrocarriles ingleses mi abuelo logró que mi padre se educara en el British Schools de modo que mi padre quedó siempre vinculado a la colonia inglesa, trabajó con ellos en el Hospital Británico, hizo deportes y sociabilidad con ellos en el Montevideo Cricket Club  (en Peñarol), veraneó con ellos en el Balneario Solís (fundado por ingleses) y logró también, por ser ex alumno, que mi hermano y yo fuéramos inscriptos en el British desde pequeños.
            En el colegio cantábamos el himno inglés a menudo, festejábamos el día del Imperio Británico, recibíamos visitas ilustres de la realeza, y como Boy Scouts jurábamos lealtad a la Reina, pero ni mis padres ni nosotros interpretábamos todo eso como colonialismo cultural o lavado de cerebro, sino como parte de una muy buena educación inglesa: disciplina, honestidad, responsabilidad, pragmatismo, puntualidad, ascetismo, veracidad y todo eso que ahora llaman valores       La verdad es que no sé cómo hicieron mis padres, modestos empleados públicos, para mandarnos al British, uno de los colegios más exclusivos del Uruguay, allá por 1945. Nos anotaron prácticamente al nacer, y seguramente pudimos entrar por ser hijos de un old boy ( ex alumno).
El colegio estaba en Benito Lamas entre Ellauri y Luis de La Torre. Hacíamos doble horario para poder cumplir con el programa oficial uruguayo y además estudiar inglés, historia, geografía y literatura británicas .Los ingleses tenían verdadera obsesión por la disciplina, la puntualidad, el orden y las buenas maneras. A las ocho de la mañana, en el patio helado hacíamos gimnasia y marchas militares como si nos fueran a mandar a la guerra. El director Mr. Schor, era el clásico Headmaster, terriblemente severo, cuya sola presencia infundía temor y admiración entre los chicos.  Nos contaba que había sido criado con rudeza: en su época, para bañarse, tenían que cortar el hielo con un pico y zambullirse en el agua helada, y eso forjaba el carácter.
Se decía en el British que los Posadas Belgrano eran tataranietos del General que perdió con Artigas en la Batalla de las Piedras. Recuerdo perfectamente a Ignacio Posadas caminando por los corredores, levantando las cejas, igualito a ahora, algo taciturno.
Por provenir de una raza de conquistadores y piratas, el Director Mr. Schor tenía predilección por los deportistas rudos  y cierto desdén por las almas sensibles como yo.  Aún así era un excelente profesor de Shakespeare y nos enseñó a amar el idioma a través de los divertidos envenenamientos y cuchilladas de Macbeth, Hamlet, el Rey Lear y los desgraciados Romeo y Julieta.
A pesar de que a menudo cantábamos el himno inglés y nos llevaban al Victoria Hall a festejar el día del Imperio, nadie tomaba muy en serio aquellos rituales colonialistas. Pero también los ingleses fueron los inventores del parlamento y de ciertos valores esenciales de la democracia, así que nunca me di cuenta que fuera un colegio elitista destinado a educar a los hijos de los gerentes de las compañías inglesas y luego a los hijos de la clase alta criolla.      Jamás el Director ni los maestros permitieron la menor discriminación o diferencia de trato entre ricos y clasemedieros como yo (pobres pobres, no había). Por supuesto que crecimos un poco a espaldas del Uruguay real, pero dentro del Colegio la igualdad era absoluta hasta el punto de que en doce años de educación jamás se me ocurrió pensar que mis compañeros de salón eran descendientes de famosos médicos, gerentes, abogados, barraqueros, generales, comerciantes, industriales y estancieros.
En realidad,  la verdadera aristocracia uruguaya, el old money como dicen en USA para referirse a las viejas oligarquías patricias, se educaba en el Seminario y el Sacre Coeur. Los jesuitas eran unos genios para formar a las futuras clases dirigentes. A fines de la década del sesenta, Luis del Castillo, jesuita, “old boy” y director del Seminario, me invitó a dar unas clases de dibujo.  En los corredores del venerable edificio estaban las fotos de todas las generaciones  que salieron del Seminario. Era impresionante leer los apellidos de las quinientas familias que desde hacía dos siglos, con inteligencia, discreción y enorme esprit de corps manejaban los hilos del país. Comparado con el Seminario el British no era tan cajetilla.


INFANCIA
             En 1944, año de mis primeros recuerdos,  mis padres compraban dos o tres diarios por día. Mi madre era batllista y admiradora de Frugoni, le gustaba leer El Día y mi hermano y yo nos abalanzábamos sobre el Suplemento de los Domingos para leer a Tarzán. Mi padre era blanco independiente y quería leer El País. También, en la tarde,  llegaba El Plata, que tenía una página entera de historietas extraordinarias para la imaginación de un niño: El Fantasma, Rip Kirby, Lorenzo y Pepita. El olor del papel de ese diario es inolvidable.
             De mañana temprano mis padres leían los titulares de los diarios en la cama y yo me metía despacito entre los dos y ellos hacían como que no se daban cuenta. Había días en que las noticias de la  guerra  eran más graves que otras y las comentaban en voz baja para no preocuparme. Mi padre leía también un periódico en inglés, con fotos de la guerra y propaganda  aliada. Mi hermano y yo jugábamos con unos avioncitos de plomo: el Spitfire, el Mustang y los cazas japoneses Zero. Ya no aparecen en la feria de Tristán Narvaja.
            Mi padre era uruguayo pero de origen noruego, hablaba inglés y trabajaba en el Hospital Británico.  Se interesaba vivamente por la suerte de los soldados anglosajones. Le contaba a mi madre que algunas nurses británicas que trabajaban en el hospital y que habían sufrido los bombardeos de Londres,  se escondían debajo de las camas cuando caían relámpagos y truenos sobre Montevideo. Mi padre tenía sobre la mesa de luz una radio de onda corta, y mientras hojeaba los diarios escuchaba los discursos de Winston Churchill.
            Mi madre, de origen vasco-francés, se interesaba más por la suerte de los soldados franceses, las peripecias de la Resistencia  y las arengas de un soldado alto que aparecía en las fotos de los diarios, que después supe era De Gaulle.   También años más tarde  mis tías me contaron que el día de la Liberación de París mi madre  nos sacó de la escuela  a  mi hermano y a mí y nos llevó a la avenida 18 de Julio a festejar y cantar la Marsellesa, pero de eso no me acuerdo.