viernes, 20 de enero de 2017

LITERATURA
            Mi padre era muy lector y nos compraba en el quiosco de la esquina de avenida Brasil  y Brito del Pino unos libros grandes de tapa amarilla impresos en papel de diario, que traían literatura clásica y costaban un peso. Con mi hermano pasamos varios años espadeando con palos de escoba  como Dartagnán y los tres mosqueteros, o subiendo a inmensos árboles como los hermanos Grant  de Verne o navegando en balsas precarias  por el Santa Lucía, como si fuera el Mississipi de Tom Sawyer o Huckleberry Finn. Pero en algún momento abandoné esas  lecturas  y  me dediqué a leer  “El mundo es ancho y ajeno” de Ciro Alegría, “El señor Presidente” de Asturias, “La Vorágine” de Eustasio Rivera, “Doña Bárbara” de Rómulo Gallegos, “Gran Sertón, Veredas”, de Guimaraes Rosa, y en esos libros del realismo social  descubrí que América del Sur, ese  continente indígena, enorme,  miserable y violento,  me hacía vibrar de emociones profundas y  desconocidas, y mi sentimiento de patria se desbordaba por las selvas del Amazonas.
            En tercero de liceo del British había tenido  un profesor de Literatura excelente, Gastón Blanco  Pongibove, muy entretenido, escribía sobre cine en el Semanario Marcha. Se salía del programa oficial y nos daba La Metamorfosis de Kafka, Rebelión en la Granja de Orwell (que era una alegoría antitotalitaria) y también el Manifiesto Comunista. Nos contaba en qué círculo del Infierno de la Divina Comedia estaban los grandes malvados de la Edad Media y del Renacimiento. Un poco para la chacota nosotros preguntábamos por gente y el contestaba, hasta que al rato se enojó y dijo que no era el ascensorista del Infierno. Como ya dije, en cuarto año del liceo el Director Mr Schor nos daba notables clases sobre Shakespeare. Como el British no tenía quinto y sexto, mi madre nos mandó al IAVA, que en esos años tenía un elenco notable de profesores. Emir Rodríguez Monegal en quinto, (que estaba sobre calificado para darnos La Ilíada) corría por el salón de clase blandiendo un látigo imaginario como si fuera Héctor o Menelao).  En sexto  año  Guido Castillo, (brillante combatiente del Taller Torres García en sus años mozos),  se entusiasmaba tanto dando Fausto que me parecía le salían chispas de sus grandes ojos inteligentes. A veces me colaba de oyente en las clases fascinantes de Angel Rama. No me interesaban las materias científicas como física y matemáticas.


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