LITERATURA
Mi
padre era muy lector y nos compraba en el quiosco de la esquina de avenida
Brasil y Brito del Pino unos libros
grandes de tapa amarilla impresos en papel de diario, que traían literatura
clásica y costaban un peso. Con mi hermano pasamos varios años espadeando con
palos de escoba como Dartagnán y los tres
mosqueteros, o subiendo a inmensos árboles como los hermanos Grant de Verne o navegando en balsas precarias por el Santa Lucía, como si fuera el
Mississipi de Tom Sawyer o Huckleberry Finn. Pero en algún momento abandoné esas lecturas
y me dediqué a leer “El mundo es ancho y ajeno” de Ciro Alegría,
“El señor Presidente” de Asturias, “La Vorágine” de Eustasio Rivera, “Doña
Bárbara” de Rómulo Gallegos, “Gran Sertón, Veredas”, de Guimaraes Rosa, y en
esos libros del realismo social descubrí que América del Sur, ese continente indígena, enorme, miserable y violento, me hacía vibrar de emociones profundas y desconocidas, y mi sentimiento de patria se
desbordaba por las selvas del Amazonas.
En tercero de liceo del British había
tenido un profesor de Literatura
excelente, Gastón Blanco Pongibove, muy
entretenido, escribía sobre cine en el Semanario Marcha. Se salía del programa
oficial y nos daba La Metamorfosis de Kafka, Rebelión en la Granja de Orwell
(que era una alegoría antitotalitaria) y también el Manifiesto Comunista. Nos
contaba en qué círculo del Infierno de la Divina Comedia estaban los grandes
malvados de la Edad Media y del Renacimiento. Un poco para la chacota nosotros preguntábamos
por gente y el contestaba, hasta que al rato se enojó y dijo que no era el
ascensorista del Infierno. Como ya dije, en cuarto año del liceo el Director Mr
Schor nos daba notables clases sobre Shakespeare. Como el British no tenía
quinto y sexto, mi madre nos mandó al IAVA, que en esos años tenía un elenco
notable de profesores. Emir Rodríguez Monegal en quinto, (que estaba sobre
calificado para darnos La Ilíada) corría por el salón de clase blandiendo un
látigo imaginario como si fuera Héctor o Menelao). En sexto
año Guido Castillo, (brillante
combatiente del Taller Torres García en sus años mozos), se entusiasmaba tanto dando Fausto que me
parecía le salían chispas de sus grandes ojos inteligentes. A veces me colaba
de oyente en las clases fascinantes de Angel Rama. No me interesaban las
materias científicas como física y matemáticas.
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