Eduardo Irigoyen Garcia:
Benedetti y Vargas Llosa (1)
El artículo de Mario Benedetti “Vargas Llosa... una actitud insoportablemente frívola”, publicado en 1984, que ha sido reflotado y reproducido en estos días tras la muerte del peruano, es una pieza literaria hábil, revestida de indignación moral, pero intelectualmente deshonesta en más de un nivel.
Es un texto que revela mucho más sobre el autor que sobre el blanco a quien apunta.
Con el estilo llano y eficaz que caracterizaba a Benedetti, embiste contra Mario Vargas Llosa con una batería de acusaciones que oscilan entre la hipérbole y la falacia (podría agregar la mala leche, si me permiten), en lo que termina siendo una defensa encubierta —y bastante torpe— de regímenes autoritarios que dejaron una estela de censura, represión y muerte en América Latina.
Benedetti escribía bien, pero razonaba mal.
Su talento literario era innegable, pero cuando salía del verso y entraba en el terreno de las ideas, la brújula moral se le descomponía peligrosamente.
Mientras Vargas Llosa, con los años, fue ganando en profundidad intelectual y autonomía crítica —desprendiéndose del dogmatismo de su juventud— Benedetti persistió en una lealtad casi religiosa a causas que la historia y la ética se han encargado de desenmascarar.
Benedetti defendió, sin matices, la dictadura cubana, la misma que persiguió homosexuales, encarceló disidentes, prohibió libros, acalló músicos y convirtió la crítica en delito; y lo hizo sin vergüenza y con entusiasmo.
Fue también, durante décadas, indiferente al horror soviético: al Gulag, a la invasión de Hungría, a la Primavera de Praga, al fusilamiento de intelectuales y de eso, nunca dijo mucho, porque el silencio selectivo fue su coartada.
Se comprometió sin fisuras con los movimientos guerrilleros latinoamericanos —algunos nacidos de una legítima indignación social, es cierto— pero que muchas veces desembocaron en violencia indiscriminada, autoritarismo armado y sufrimiento para los mismos pueblos que decían querer liberar.
Benedetti justificaba lo injustificable siempre y cuando fueran compañeros y lucharan por la liberación nacional y el socialismo.
Y mientras él ponía la pluma al servicio de la causa, Vargas Llosa elegía un camino más difícil: el de pensar en libertad, aunque eso implicara incomodar a antiguos camaradas.
Su viraje político —tan criticado por Benedetti— no fue, como pretende nuestro escritor de frases para posters, una traición, sino una maduración.
Fue el resultado de un proceso intelectual honesto, provocado por episodios concretos como el caso Padilla en Cuba: la confesión pública forzada del poeta Heberto Padilla tras su encarcelamiento, que evidenció de manera brutal el rostro autoritario del Fidelismo.
Vargas Llosa rompió con ese mundo cuando muchos todavía miraban para otro lado, se hacían los giles o aplaudían con sordera moral.
Benedetti acusa al peruano de ser “frívolo” por denunciar la corrupción intelectual de la izquierda dogmática latinoamericana, como si no fuera cierto que durante décadas, muchos escritores e intelectuales justificaron crímenes, encubrieron dictadores y prestaron su firma a manifiestos vergonzosos, sólo por lealtad ideológica.
¿No hubo acaso escritores que justificaron (y justifican) la represión cubana como lo hacen hoy, con Venezuela y Nicaragua?
¿No hubo quienes guardaron silencio ante los crímenes de Sendero Luminoso, del ERP, de los Montoneros, de las FARC, por miedo o por conveniencia?
Vargas Llosa, en cambio, los denunció con nombre y apellido.
Lo hizo con dureza pero también con una coherencia que escaseaba entre sus críticos.
Porque el autor de La ciudad y los perros apoyó posiciones liberales y hasta conservadoras en lo económico, abrazándose y dando su apoyo a reaccionarios de derecha de diverso color y pelaje, algo que –lo confieso- me chocó bastante.
Pero él no fue un reaccionario y ni siquiera un conservador.
Apoyó el aborto, la eutanasia, los derechos de la mujer y muchos postulados del feminismo, el matrimonio igualitario, la legalización de las drogas. Se declaró agnóstico y defendió con fuerza la laicidad frente a la intromisión de la Iglesia en asuntos públicos.
Su liberalismo era integral: no era sólo el de los mercados, sino el de las libertades civiles.
Era el de Stuart Mill, no el de Pinochet.
Y esa distinción, que Benedetti nunca entendió (o no quiso entender), marca la diferencia entre un pensador libre y un militante que repite dogmas.
En su artículo, Benedetti se esfuerza por pintar a Vargas Llosa como un escritor “de derecha” al que las élites premian por atacar a la izquierda.
Pero la verdad es que su obra ha sido leída, celebrada y traducida en todos los rincones del mundo porque tiene una calidad literaria que está por encima de la coyuntura y de las banderas.
Su prosa es tan sólida como su pensamiento; su imaginación, tan potente como su valentía, tal como se ve en “Conversación en La Catedral”, “La guerra del fin del mundo” o “La fiesta del chivo”, todos ellos en mi biblioteca y que da gusto leer, no necesitan de ningún aparato de propaganda para demostrar su grandeza. Son novelas complejas, incómodas, brillantes.
Y es en su obra donde Vargas Llosa deja claro que la literatura no es un púlpito, ni una trinchera, ni un panfleto: es un espacio para la libertad.
Por eso resulta irónico que Benedetti, que se dice escandalizado por el uso de términos como “robots” o “perros de Pavlov”, termine su artículo con la misma descalificación simplista que dice repudiar.
Se indigna por los adjetivos, pero practica el mismo reduccionismo.
Cierra con sarcasmo, pero sin argumentos.
En el fondo, lo que molesta a Benedetti no es la “frivolidad” de Vargas Llosa, sino su herejía. Le duele que alguien que fue admirado por la izquierda se haya atrevido a pensar por sí mismo. Le molesta que el talento literario y la lucidez intelectual puedan ir de la mano sin someterse a la ortodoxia.
Hoy, leída con perspectiva, aquella diatriba de Benedetti suena amarga, envejecida, y poco generosa.
La historia ha puesto a cada uno en su lugar: Benedetti sigue siendo leído por sus poemas sencillos (ideales para la seducción adolescente), por su ternura nostálgica, por su voz de barrio montevideano de clase media y no por sus infames elogios al lenguaje de las armas, la pólvora y la sangre.
Vargas Llosa, en cambio, sigue publicando, sigue incomodando (aún hoy me siguen molestando sus expresiones de apoyo a unos cuantos reaccionarios), sigue pensando.
Y, sobre todo, sigue escribiendo mejor que todos sus críticos juntos.