Temas pendientes.
Uno de los temas que el feminismo
tendrá que volver a discutir en esta década es el del dimorfismo sexual. Los
textos más populares que divulga el feminismo casi nunca mencionan que el
hombre es más alto y más fuerte que las mujeres. Casi todos los hombres somos
naturalmente cobardes: podemos pegarle a una mujer o un adolescente sin mayores
riesgos, pero tenemos miedo de pelear en
la calle con un hombre más grande o más fuerte. Si no nos queda más remedio y
tenemos que defender realmente a la pareja o los hijos, encontraremos el valor
para hacerlo, pero solo como último recurso.
En virtud de su superioridad
física, el varón no podrá renunciar a su rol asignado de protector de la
manada, tal como es el león o cualquier otro mamífero en la selva real. El
feminismo de esta tercera ola no aborda francamente el problema de la superioridad física del hombre, pero la
mujer, hembra de la especie y madre de los cachorros, considera que el hombre
que no la defiende en un caso de violencia callejera es un miedoso. El hombre
se sentirá horrible por ese acto de cobardía física. Así como los hombres no
tenemos conciencia del miedo que sienten las mujeres al caminar por las calles,
las mujeres no tienen la más mínima ídea del temor que sentimos los hombres
ante una patota, un rapiñero, un borracho agresivo.
Las mujeres, hembras de la
especie, cuando están en edad de aparearse, al igual que todos los mamíferos,
buscarán que el padre de sus cachorros sea fuerte, poderoso y confiable. En
términos actuales, en un mundo a medias aguas entre civilización y barbarie, las
mujeres, apenas protegidas por un débil Estado de Derecho, buscarán aparearse
con un hombre fuerte y poderoso, pero ese poder no será solo el de los músculos
sino también el que dan la riqueza, el conocimiento, el carácter, la
inteligencia, las relaciones públicas, el liderazgo, las relaciones sociales y
ese tipo de condiciones que suele tener un macho
alfa, jefe, protector y guía de la manada o del clan familiar.
Los roles de género asignados a
ambos sexos en la etapa de reproducción de la especie no son fácilmente
renunciables o intercambiables. El hombre pone su semilla en el útero de la
mujer, la mujer se embaraza y lleva en su vientre al nuevo ser durante nueve
meses, lo amamanta durante uno o dos años y lo cuida unos años más, con lazos de afecto imposibles de encontrar
en el hombre. Durante esos meses o años, la mujer necesita un compañero
protector y proveedor, y es muy difícil modificar esos roles, muy condicionados
por la biología.
Ese varón macho alfa, notoriamente
atractivo para los instintos sexuales y de supervivencia de las mujeres, suele
venir adornado con una personalidad de mando, autoridad y jerarquía, y
difícilmente esté dispuesto a transformarse en un ser sensible, delicado y
dispuesto a compartir con una mujer, por
ejemplo, las decisiones cotidianas de
una casa, la famosa jefatura del hogar.
En el relato feminista no se
mencionan más los instintos sexuales y de supervivencia, ni la naturaleza
animal del ser humano. La vulgata del
relato feminista dice que toda
definición de roles es de origen social y cultural y puede ser modificado con
educación, leyes, y jueces capacitados en perspectiva de género, pero no se
sincera en preguntarse por qué una gran parte de las mujeres buscan casarse con
jóvenes de brillante porvenir, o ricos empresarios, banqueros, militares,
celebridades, profesionales, deportistas, gobernantes, productores y demás
miembros de la élite, sin fijarse demasiado en sus atributos de tolerancia,
solidaridad y empatía con la mujer elegida.
Cuando la teoría del género se
lleva hasta las últimas consecuencias y se sostiene que todos los roles
asignados a ambos sexos son de origen social y cultural y por lo tanto modificables,
se cae fácilmente en paradojas insolubles, se cae en la llamada ideología de género, sello que usa el
patriarcado para denostar a todos los movimientos feministas.