viernes, 20 de enero de 2017

FACULTAD
            Entré a Facultad sin saber demasiado sobre la importancia de elegir Taller, el ámbito pedagógico por excelencia donde se enseña la esencia de la arquitectura: el proyecto, el arte de plasmar en un plano la forma de los volúmenes que se van a construir y contener alguna actividad o función humana. El primer ejercicio que me tocó hacer era el de componer en maqueta un elemento natural y uno artificial, sobre una base. Presenté una tibia humana que encontré en la feria de Tristán Narvaja, parada sobre una foto de la luna y un velo blanco que caía ondulante. El profesor, un hombre sensible, se dio cuenta que yo era sapo de otro pozo, me puso una nota elevada pero me dijo que los objetos elegidos eran demasiado  literarios, su mensaje o significado excedía la forma que lo contenía.
            El segundo ejercicio del semestre era definir varios espacios con palitos y alambres pero  sin usar superficies planas. Mientras otros compañeros hicieron pequeñas cajas rectangulares reminiscentes del Taller Torres García, yo presenté una serie de triángulos caóticos, notoriamente inspirados en los techos volados del libro de Frank Lloyd Wright que me había regalado la turista Republicana que odiaba a Roosevelt. Algunos compañeros me hicieron notar que Wright no era muy bien visto en la Facultad, por ser un arquitecto individualista al servicio de clientes millonarios. En la Facultad de 1960 los docentes que yo elegí  consideraban que la arquitectura no era una de las bellas artes sino un trabajo social al servicio de la clase obrera. Entre el atrapante  marxismo y mi obsesión compulsiva por la economía y el contenido social de la arquitectura, nunca pude desarrollar las capacidades artísticas de la profesión, y hasta hoy siento un rechazo visceral por las obras demasiado caras que hace el Estado, como la Torre de Antel de Ott, que es realmente preciosa. 


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