FACULTAD
Entré a
Facultad sin saber demasiado sobre la importancia de elegir Taller, el ámbito
pedagógico por excelencia donde se enseña la esencia de la arquitectura: el
proyecto, el arte de plasmar en un plano la forma de los volúmenes que se van a
construir y contener alguna actividad o función humana. El primer ejercicio que
me tocó hacer era el de componer en maqueta un elemento natural y uno
artificial, sobre una base. Presenté una tibia humana que encontré en la feria
de Tristán Narvaja, parada sobre una foto de la luna y un velo blanco que caía
ondulante. El profesor, un hombre sensible, se dio cuenta que yo era sapo de
otro pozo, me puso una nota elevada pero me dijo que los objetos elegidos eran
demasiado literarios, su mensaje o
significado excedía la forma que lo contenía.
El
segundo ejercicio del semestre era definir varios espacios con palitos y
alambres pero sin usar superficies
planas. Mientras otros compañeros hicieron pequeñas cajas rectangulares
reminiscentes del Taller Torres García, yo presenté una serie de triángulos
caóticos, notoriamente inspirados en los techos volados del libro de Frank
Lloyd Wright que me había regalado la turista Republicana que odiaba a Roosevelt.
Algunos compañeros me hicieron notar que Wright no era muy bien visto en la
Facultad, por ser un arquitecto individualista al servicio de clientes
millonarios. En la Facultad de 1960 los docentes que yo elegí consideraban que la arquitectura no era una
de las bellas artes sino un trabajo social al servicio de la clase obrera.
Entre el atrapante marxismo y mi
obsesión compulsiva por la economía y el contenido social de la arquitectura,
nunca pude desarrollar las capacidades artísticas de la profesión, y hasta hoy
siento un rechazo visceral por las obras demasiado caras que hace el Estado, como
la Torre de Antel de Ott, que es realmente preciosa.
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