Él nos explicaba que la historia era como un tren que
marchaba hacia adelante, impulsado por leyes inexorables, propias del determinismo histórico y el materialismo
dialéctico. Nuestro papel como militantes era solamente oficiar de parteros
para ayudar al alumbramiento de una nueva sociedad, más igualitaria y más
justa: la sociedad comunista. La locomotora era el Partido, conduciendo, y
detrás venían los vagones, la clase obrera organizada, el pueblo. Más
atrás la clase media, siempre vacilante,
nos acompañaría hasta cierto punto y después quizás se desengancharía.
Aquel paradigma de la historia, visto por Arismendi como un
tren, era propia del mecanicismo del siglo XIX y la física de Newton, pero a
mediados del siglo XX todavía tenía un inmenso atractivo: sabíamos que la
burguesía iba a caer como la famosa manzana, en el regazo de la clase obrera, y
esa certeza era lo que nos daba fuerzas para la militancia.
A la salida de esas reuniones nos íbamos a un café a
conversar del asunto con otra gente. Mario Wschebor, por ejemplo, uno de los tipos
más inteligentes que conocí en esa época, decía que si la dialéctica era el mecanismo que gobierna
la historia, y un régimen va volteando al anterior para dar nacimiento a otro,
y así sucesivamente, por qué cuando llega el comunismo la dialéctica se detiene.
Dejate de joder y afíliate de una vez,
me decía Silvita, acompañame a los
barrios para ver qué precisa esa gente y se te va tanta pavada. Nunca logró
que me afiliara al Partido, pobre Silvita.
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