jueves, 24 de agosto de 2017

VENTANA AL GANGES

                  (publicado en SobreTodo en 1990 aprox)

Estábamos viviendo en un cuartito de un segundo piso sobre las orillas del Ganges en la ciudad de Benares, capital religiosa de la India. El margen izquierdo del río es una vasta llanura que se inunda en épocas de lluvia y el margen derecho que ocupa la ciudad viene a ser del tamaño de Pocitos, sólo que en lugar de apartamentos de Sichero y Pintos Risso, está lleno de templos hindúes, budistas y musulmanes, algunos con techos de oro y minaretes, desde donde recitan por altoparlantes pasajes del Corán desde las cinco de la mañana.
Las callejuelas de atrás, lo que vendría a ser Benito Blanco o Chucarro, están atestadas de gente, triciclos, carros de caballos, camellos, vacas sueltas y autos rusos de 1960 que luchan por trasladarse de un lado a otro entre gritos y bocinazos.
Las  callejuelas perpendiculares al río desembocan en escalinatas de granito y mármol que se meten en el agua. En esas escalinatas que se han divulgado muchísimo en todas las documentales, hay gente de todas partes de la India, bañándose, lavando su ropa, rezando, haciendo yoga, cortándose el pelo, o simplemente mirando el “Ganga” como cariñosamente se le llama al río sagrado.
Nuestra escalinata era bastante tranquila, y todos los días bajábamos con Pepe Luis, mi hijastro, a bañarnos y a lavar nuestra ropa, o sea una túnica blanca de algodón que me había confeccionado Sharon, una canadiense fabulosa que hoy es la madre de nuestros nietos. La ropa se enjabona bien, se friega y luego se enjuaga golpeándola con el puño contra los escalones de granito hasta que toda la tierra acumulada del día anterior salta para afuera y queda impecablemente blanca.
La zona de baños propiamente dicha está dividida por un alambrado: mujeres de un lado y hombres del otro. Los hombres nos bañábamos con un taparrabo como de Tarzán; las mujeres se enjabonan sin sacarse el sari que mojado deja transparentar bastante. Yo las vichaba de reojo, pero todo el ambiente era tan religioso y natural, que me sentí medio pecador y al segundo día ni caso que les hice.
 A cuatro cuadras de nuestra casa  estaba la escalera principal donde la gente quema a sus familiares fallecidos. Frente a la hoguera las familias hacen cola para esperar su turno, y según la tradición el fuego está encendido desde hace dos mil años sin apagarse jamás. A veces el olor a carne quemada llegaba a nuestro cuarto para recordarnos la presencia de la muerte, para nosotros tan traumante y para los hindúes un episodio más en la lenta rueda de la reencarnación. Tienen un Dios creador, Brahma, que cada vez que abre los ojos crea un universo y cada vez que los cierra, lo destruye; el Big Bang de Carl Sagan repetido mil veces hacia el pasado y hacia el futuro.
Como no hay mucho que hacer en una capital religiosa, ese sentido del tiempo dilatado se fue apoderando de nosotros y nos pasábamos mirando el río. Muy de cuando en cuando pasaba un cadáver flotando aguas abajo, presumiblemente de un santo, ya que los santos no se incineran porque su cuerpo es puro.
Al mediodía nos pegábamos una zambullida, nadábamos un rato, recogíamos la ropa seca y partíamos lentamente hasta el restorán de Ram, un lugareño suave y bondadoso. Tenía un ayudante que se pasaba fumando hashish, lo cual conspiraba contra su eficiencia y celeridad. Recogía los pedidos y Ram se ponía recién a hervir las papas, el arroz, el brócoli, etc., así que nos daba tiempo para charlar de los dioses y sus avatares como hasta las cuatro.
Total que un día decidimos romper la monotonía, alquilar un bote y cruzar a la orilla de enfrente que se prestaba para jugar a la pelota.
La Chola hizo unos sándwiches de lechuga y tomate y Sharon ensalada de frutas con yogurt y atravesamos el río. Armamos las sombrillas, hicimos dos arcos con las zapatillas y me enfrasqué con Pepe Luís en un partido de fútbol, mientras las mujeres platicaban de asuntos varios.
Iba perdiendo seis goles contra tres, cuando el cadáver de un santo que venía flotando decúbito dorsal por el Ganges, se enganchó en unas ramas, justito enfrente a nuestro picnic. Cada vez que iba a recoger la pelota a la orilla me enfrentaba al muertito que me miraba desde la cuenca vacía de sus ojos. La vida debe continuar, pensé, y le metí un golazo a Pepe Luís en el ángulo inferior izquierdo que compensó mi derrota final, seis a cuatro.
Nos dimos una zambullida, comimos y volvimos a Benares ya muy entrada la tarde, cuando el sol pegaba de frente en las fachadas de los templos milenarios.







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