Mi amigo Silvita tiene unas sobrinas de treinta y pico que de pereza nomás nunca terminaron bachillerato. pero después de la crisis del 2002 tuvieron que emplearse de cajeras en el DISCO y en ABITAB por un poco más de veinte mil pesos con una bronca tremenda, viajar de madrugada en CUTCSA para llegar al trabajo, comprar de apuro unos bizcochos, manipular todo el día cantidades enormes de dinero ajeno y aguantar el desfile incesante de clientes insoportables, hasta que en el famoso encierro del 2020 de la pandemia aprovecharon para hacer por zoom unos cursos de “community manager”, “e-commerce” y otras cosas raras de las “redes sociales” y empezaron a vender fruslerías por Internet y a coleccionar “seguidores” y “me gusta” por un sitio que se llama Instagram, y a seguir la vida y milagros de unas mujeres jipi-chic que se llaman “influencers”, que a su vez venden otras chucherías y además ayudan a promover las de las sobrinas.
Un buen día dejaron los empleos
de 8 horas y ahora son “entrepreneurs”. Dice Silvita que van los domingos a
visitarlo pero que apenas puede hablar con ellas porque se pasan todo el tiempo
atendiendo, escribiendo, “gugleando” y “guasapeando”
en el celular. Dicen que de tarde tienen que subir fotos
todos los días, atender y contestar enseguida todos los mensajes, hablar de precios, organizar entregas con los “deliverys”, pasar números
de cuenta, y estar al pie del cañón catorce horas por día. De mañana tienen que fabricar las mercancías
o mandarlas hacer, en China o en Solís de Mataojo según el caso, o comprar los
materiales en AMAZON o en CHIC PARISIEN.
Dos o tres amigos de izquierda de
la tertulia de los jueves le dicen a Silvita que los jóvenes entrepreneurs como
sus sobrinas, son los nuevos proletarios del siglo XXI explotados por el capitalismo neoliberal. Que no se requieren
capataces ni gerentes mandones porque los ingenuos entrepreneurs cumplen con
los mandatos de Soros y del capitalismo neoliberal explotándose a sí mismos catorce horas diarias siete días a
la semana en sus “home offices”. A los viejos marxistas amigos de Silvita no
les gustan nada los entrepreneurs porque
se les complica el famoso análisis de clases, ya que de mañana las sobrinas son
obreras fabricando sus mercancías y de tarde son patronas porque venden en
línea lo que hacen sin intermediarios y además se quedan con toda la famosa
plusvalía que era la tajada infame que se embolsaba el cerdo propietario aparentemente
sin hacer nada.
Pero Silvita dice que las ve
mejor, menos amargadas. Trabajan en la
casa, no tienen horario ni jefes, les entra más o menos dinero, pero sienten
que pueden progresar, tienen esperanzas de futuro y ganas de volver a clase a
estudiar inglés, computación, fotografía, marketing, yoga y todo lo que se
precisa para parecerse a sus admiradas “influencers”, que andan por el mundo
luciendo sus habilidades digitales. Dice
Silvita que a veces sus sobrinas extrañan a las compañeras cajeras con las que
se sentaban en la vereda en la media hora de descanso a comer una milanesa en
dos panes, o que ya no salen de noche con las amigas del liceo. Silvita teme que se transformen en robots inmersos
en una distopia sin relaciones de amor ni boliche. Entonces le dije que les comprara en Tristán
Narvaja las novelas de Orwell y Huxley, “1984”
y “Un Mundo Feliz”, por lo menos para que sepan a qué atenerse. “Mis sobrinas no
leen libros” me dijo, y me colgó el celular. Pobre Silvita.
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