APUNTES AUTOBIOGRÁFICOS
INDICE
Infancia
British
Cricket club
Solís
Literatura
Guía de turistas
Madre
Bellas artes
Politica
Ayudante del archivo de obras
Facultad
Inundaciones
El galpón de esquila
Beca a París
Cuba
Silvita en Cuba
INFANCIA
En 1944, año de mis primeros
recuerdos, mis padres compraban dos o
tres diarios por día. Mi madre era batllista y admiradora de Frugoni, le
gustaba leer El Día y mi hermano y yo nos abalanzábamos sobre el Suplemento de
los Domingos para leer a Tarzán. Mi padre era blanco independiente y quería
leer El País. También, en la tarde, llegaba El Plata, que tenía una página entera
de historietas extraordinarias para la imaginación de un niño: El fantasma, Rip
Kirby, Lorenzo y Pepita.
De mañana temprano mis padres leían los
titulares de los diarios en la cama y yo me metía despacito entre los dos y
ellos hacían como que no se daban cuenta. Había días en que las noticias de
la guerra eran más graves que otras
y las comentaban en voz baja para no preocuparme. Mi padre leía también un
periódico en inglés, con fotos de la guerra y propaganda Aliada. Mi hermano y yo jugábamos con unos
avioncitos de plomo: el Spitfire, el Mustang y los cazas japoneses Zero . Ya no
aparecen en la feria de Tristán Narvaja.
Mi
padre era uruguayo pero de origen noruego, hablaba inglés y trabajaba en el
Hospital Británico Se interesaba
vivamente por la suerte de los soldados anglosajones. Le contaba a mi madre que
algunas nurses británicas que trabajaban en el hospital y que habían sufrido
los bombardeos de Londres, se escondían debajo de las camas cuando caían
relámpagos y truenos sobre Montevideo. Mi padre tenía sobre la mesa de luz una
radio de onda corta, y mientras hojeaba los diarios escuchaba los discursos de Winston
Churchill.
Mi madre, de origen vasco-francés, se interesaba
más por la suerte de los soldados franceses, las peripecias de la
Resistencia y las arengas de un soldado
alto que aparecía en las fotos de los diarios, que después supe era De
Gaulle. También años más tarde mis tías me contaron que el día de la
Liberación de París mi madre nos sacó de la escuela a mi hermano y a mí y nos llevó a la
avenida 18 de Julio a festejar y cantar la Marsellesa, pero de eso no me
acuerdo.
En
esos años la raíz nórdica y anglosajona
de mi padre sobre mi formación infantil fue más importante que la influencia
franco- latina de mi madre. El primer Heide que apareció en Uruguay a fines del
siglo XIX fue mi abuelo, a quien no conocí. Se llamaba Thomas Benjamin Heide, nacido
en Noruega. Dicen que conducía un barco mercante que encalló frente a las
costas de Rocha y se quedó en Uruguay
porque le gustó. Trabajó para los ingleses en los ferrocarriles como jefe de la
estación Peñarol,. También aparece en un documento con otro montón de ingleses
como fundador del Central Railway Football Club que luego se conocería como
Peñarol.
Enseguida
de la guerra, creo que en 1946, vino de
visita al apacible Uruguay un primo de
mi padre que se llamaba Erling, como mi hermano. Había participado en la
Resistencia de Oslo contra los nazis en un episodio que se conoció como la
Batalla del Agua Pesada, que servía para fabricar bombas atómicas. En la
escaramuza cayó preso y fue enviado tres o cuatro años a un campo de
concentración. Todavía tenía marcas de tortura de cigarrillos apagados contra la piel de sus
brazos. Una tarde de mayo, el tío Erling, sin saber una palabra de español, se fue solo a la playa de Pocitos, encontró
que el agua era muy calentita y nadó mucho más allá de
las boyas. Cuando salió, los marineros lo metieron en un calabozo de
Trouville Mi padre lo rescató varias horas después y esa noche para
calmarlo fuimos todos a comer pollo a un restorán de lujo en Villa Biarritz, pero el tío se volvió a
Noruega en el primer barco que saliera y juró no volver jamás.
BRITISH
Como
funcionario de los ferrocarriles ingleses mi abuelo logró que mi padre se
educara en el British Schools de modo que mi padre quedó siempre vinculado a la
colonia inglesa, trabajó con ellos en el Hospital Británico, hizo deportes y
sociabilidad con ellos en el Montevideo Cricket Club (en Peñarol), veraneó con ellos en el
Balneario Solís (fundado por ingleses) y logró también, por ser ex alumno, que
mi hermano y yo fuéramos inscriptos en el British desde pequeños.
En
el colegio cantábamos el himno inglés a menudo, festejábamos el día del Imperio
Británico, recibíamos visitas ilustres de la realeza, y como Boy Scouts jurábamos
lealtad a la Reina, pero ni mis padres ni nosotros interpretábamos todo eso
como colonialismo cultural o lavado de cerebro, sino como parte de una muy
buena educación inglesa: disciplina, honestidad, responsabilidad, pragmatismo,
puntualidad, ascetismo, veracidad y todo eso que ahora llaman valores La verdad es que no sé cómo hicieron mis
padres, modestos empleados públicos, para mandarnos al British, uno de los
colegios más exclusivos del Uruguay, allá por 1945. Nos anotaron prácticamente
al nacer, y seguramente pudimos entrar por ser hijos de un old boy ( ex alumno).
El
colegio estaba en Benito Lamas entre Ellauri y Luis de La Torre. Hacíamos doble
horario para poder cumplir con el programa oficial uruguayo y además estudiar
inglés, historia, geografía y literatura británicas .Los ingleses tenían verdadera
obsesión por la disciplina, la puntualidad, el orden y las buenas maneras. A
las ocho de la mañana, en el patio helado hacíamos gimnasia y marchas militares
como si nos fueran a mandar a la guerra. El director Mr. Schor, era el clásico Headmaster, terriblemente severo, cuya
sola presencia infundía temor y admiración entre los chicos. . Nos contaba que
había sido criado con rudeza: en su época, para bañarse, tenían que cortar el
hielo con un pico y zambullirse en el agua helada, y eso forjaba el carácter.
Se
decía en el British que los Posadas Belgrano eran tataranietos del General que
perdió con Artigas en la Batalla de las Piedras. Recuerdo perfectamente a
Ignacio Posadas caminando por los corredores, levantando las cejas, igualito a
ahora, algo taciturno.
Por
provenir de una raza de conquistadores y piratas, el Director Mr. Schor tenía
predilección por los deportistas rudos y
cierto desdén por las almas sensibles como yo.
Aún así era un excelente profesor de Shakespeare y nos enseñó a amar el
idioma a través de los divertidos envenenamientos y cuchilladas de Macbeth,
Hamlet, el Rey Lear y los desgraciados Romeo y Julieta.
A
pesar de que a menudo cantábamos el himno inglés y nos llevaban al Victoria
Hall a festejar el día del Imperio, nadie tomaba muy en serio aquellos rituales
colonialistas. Pero también los ingleses fueron los inventores del parlamento y
de ciertos valores esenciales de la democracia, así que nunca me di cuenta que
fuera un colegio elitista destinado a educar a los hijos de los gerentes de las
compañías inglesas y luego a los hijos de la clase alta criolla. Jamás el Director ni los maestros
permitieron la menor discriminación o diferencia de trato entre ricos y
clasemedieros como yo (pobres pobres, no había). Por supuesto que crecimos un
poco a espaldas del Uruguay real, pero dentro del Colegio la igualdad era
absoluta hasta el punto de que en doce años de educación jamás se me ocurrió
pensar que mis compañeros de salón eran descendientes de famosos médicos,
gerentes, abogados, barraqueros, generales, comerciantes, industriales y
estancieros.
En
realidad, la verdadera aristocracia
uruguaya, el old money como dicen en
USA para referirse a las viejas oligarquías patricias, se educaba en el
Seminario y el Sacre Coeur. Los jesuitas eran unos genios para formar a las
futuras clases dirigentes. A fines de la década del sesenta, Luis del Castillo,
jesuita, “old boy” y director del Seminario, me invitó a dar unas clases de
dibujo. En los corredores del venerable
edificio estaban las fotos de todas las generaciones que salieron del Seminario. Era impresionante
leer los apellidos de las quinientas familias que desde hacía dos siglos, con
inteligencia, discreción y enorme esprit
de corps manejaban los hilos del país. Comparado con el Seminario el
British no era tan cajetilla.
CRICKET CLUB
Cuando
éramos chicos, los sábados o domingos íbamos al Montevideo Cricket Club, entre
Sayago y Peñarol. Íbamos en ferrocarril desde la Estación Central y nos
bajábamos en Parada Polo. El viaje en tren, como se sabe, era maravilloso para
la imaginación de un niño. Desde la ventana veíamos casitas muy humildes
construídas contra el alambrado lleno de
violetas, y casi siempre había un niño descalzo saludándonos con cierta melancolía
Era un
Club fundado por los ingleses, que
sabían pasarla bien en los países donde instalaban ferrocarriles, aguas
corrientes, compañías de gas, hospitales y colegios. El club tenía canchas de
polo, de rugby, fútbol y tenis y tenía vestuarios, un salón donde las damas tomaban el té con los niños,
y una cantina que decía “Men Only” donde
los varones se metían, después del rugby, a tomar litros de “schandy”,
una mezcla de cerveza y gaseosa
Mi madre nos llevaba al césped y desplegaba su mantel a cuadros y sacaba de una canasta los
sándwiches y los escones. Mi madre se diseñaba su ropa con muchos volados en
color pastel, y sabía hacerse grandes capelinas
de alas ondulantes . Después me
di cuenta que quería parecerse a Greer
Garson en Rosa de Abolengo.
Pero lo
mejor del paseo era el regreso de todos en el tren de las 20.10. Los ingleses y mi padre cantaban durante todo
el trayecto, y al bajar en la Estación subíamos
por Paraguay hasta 18 de Julio.
El más cómico de la barra, que se llamaba Jack, se subía a una cabina que había en el medio de la calle y detenía el tránsito para que
cruzáramos nosotros. Allí los adultos se
despedían a las risas hasta el fin de semana siguiente.
SOLIS
Mi padre era
secretario o tenedor de libros del Hospital Británico. Los números del balance anual le bailaban en
la cabeza durante toda la noche y se enfermó de surmenage, versión francesa del stress,
y los médicos le recomendaron dos o tres meses de licencia en un balneario
tranquilo. Mi madre consiguió un préstamo con Charlie Cat, gerente del Banco Comercial, y alquilamos por
todo el verano una casita en Solís. Se llamaba “Las Ranas” y era de la familia
Beare. Enfrente era todo chircas y espinas de la cruz donde mi hermano y yo
jugábamos el día entero persiguiendo lagartijas, descubriendo nidos de teros y
perdices o inventando trampas para los apereás. A mediodía mi madre salía hasta
la portera con una campana a llamarnos para el almuerzo y nosotros volvíamos
corriendo sudorosos y mugrientos con los bolsillos llenos de piedritas raras y
cascarudos.
En Solís nos hicimos amigos del
lechero, un chico apenas mayor que montado en un burrito repartía la leche en
sendos tachos grandes y lustrosos. De tardecita lo ayudábamos a arrear las vacas
hasta el tambo. Él nos enseñó a reconocer los bichos del campo. El chajá, el
flamenco, la garza rosada, la temible crucera, la viudita, y a buscar insectos
debajo de los troncos caídos. Es que en Solís, el campo y la playa eran la
misma cosa y el olor a bosta de vaca llegaba hasta donde empezaba el olor de
los mejillones.
A
veces íbamos a comer al Hotel Chajá. En la penumbra del inmenso comedor
quinchado siempre había una niña muy bella, de apellido Lussich o Paysee, que
tocaba en el piano blanco los primeros acordes de Para Elisa.
En el
inmenso comedor del Hotel Chajá nos juntábamos muchos niños. Don Ventura
acodado en el mostrador registraba el continuo tráfico de helados de crema
con dulce leche, pero yo me ensimismaba
mirando la enorme estufa de piedra, decorada con pieles de víbora, cuernos de
antílopes, caparazones de mulita y
caracoles.
A veces
íbamos en bicicleta hasta el Parador los Cardos y subíamos a la Sierra de las
Ánimas. En una de esas excusiones me enamoré perdidamente de Chichita, tres años
mayor, y amiga de mi hermano. Tenía una risa cristalina y andaba en bicicleta
con un shorcito beige que le quedaba precioso. Nunca me miró ni se enteró que
yo la amaba en secreto y sin esperanza.
De tarde
solíamos ir hasta la desembocadura del Río Solís a ver la puesta de sol o a
pescar pejerrey. Mi madre ponía un mantel a cuadros y una canasta sobre el
pasto y repartía pedacitos de tarta de jamón y queso. Mi padre sacaba una armónica y tocaba canciones
de Stephen Foster y Negro Spirituals, mientras la magia del Angelus aliviaba
mis penas de amor.
LITERATURA
Mi
padre era muy lector y nos compraba en el quiosco de la esquina de avenida
Brasil y Brito del Pino unos libros
grandes de tapa amarilla impresos en papel de diario, que traían literatura clásica
y costaban un peso. Con mi hermano pasamos varios años espadeando con palos de
escoba como Dartagnán y los tres mosqueteros,
o subiendo a inmensos árboles como los hermanos Grant o navegando en balsas precarias por el Santa Lucía, como si fuera el
Mississipi de Tom Sawyer o Huckleberry Finn. Pero en algún momento abandoné esas lecturas
y me dediqué a leer “El mundo es ancho y ajeno” de Ciro Alegría,
“El señor Presidente” de Asturias, “La Vorágine” de Eustasio Rivera, “Doña
Bárbara” de Rómulo Gallegos, “Gran Sertón, Veredas”, de Guimaraes Rosa, y en
esos libros del realismo social descubrí que América del Sur, ese continente indígena, enorme, miserable y violento, me hacía vibrar de emociones profundas y desconocidas, y mi sentimiento de patria se
desbordaba por las selvas del Amazonas.
En tercero de liceo del British había
tenido un profesor de Literatura
excelente, Gastón Blanco Pongibove, muy entretenido, escribía sobre cine en el
Semanario Marcha. Se salía del programa oficial y nos daba La Metamorfosis de
Kafka, Rebelión en la Granja de Orwell (que era una alegoría antitotalitaria) y
también el Manifiesto Comunista. Nos contaba en qué círculo del Infierno de la
Divina Comedia estaban los grandes malvados de la Edad Media y del
Renacimiento. Un poco para la chacota nosotros preguntábamos por gente y el
contestaba, hasta que al rato se enojó y dijo que no era el ascensorista del
Infierno. Como ya dije, en cuarto año del liceo el Director Mr Schor nos daba
notables clases sobre Shakespeare. Como el British no tenía quinto y sexto, mi
madre nos mandó al IAVA, que en esos años tenía un elenco notable de
profesores. Emir Rodríguez Monegal en quinto, (que estaba sobre calificado para
darnos La Ilíada) corría por el salón de clase blandiendo un látigo imaginario,
como si fuera Héctor o Menelao). En sexto
año Guido Castillo, (brillante combatiente del
Taller Torres García en sus años mozos), se entusiasmaba tanto dando Fausto que me
parecía le salían chispas de sus grandes ojos inteligentes. A veces me colaba
de oyente en las clases fascinantes de Angel Rama. No me interesaban las
materias científicas como física y matemáticas.
GUÍA DE TURISTAS
Después
del surmenage que obligó a mi padre a dejar el empleo del
Hospital Inglés, él estuvo trabajando algunos años como guía de turistas para
la agencia de viajes Buemes. Cuando yo tenía 14 años mi padre se murió como
consecuencia del estrés anterior, úlcera
del duodeno, cirugía y probable mala praxis, y me quedé de golpe sin el hombre
más bueno del mundo (pero eso es otra historia). Mi madre quedó con una pensión
muy chica y el sueldo de profesora de Secundaria, así que a los 15 años heredé
el puesto de guía de turistas. Mi labor consistía en pasear turistas por
Montevideo en un taxi o remise,
mostrarles en 3 horas la Ciudad
Vieja, Carrasco, la Rambla, el Palacio Legislativo, la Carreta de Belloni, La
Diligencia, y a veces los peones
disfrazados de gauchos tomando mate en La Tablada. También acompañaba a los
turistas a las tiendas de artículos de cuero que estaban en Plaza Independencia
y me ganaba el 10% de las ventas. Otras veces guiaba un autobús entero lleno de
turistas y en inglés les contaba cosas de los edificios, reales o
inventadas. En el medio del Salón de los
Pasos Perdidos hay un mármol que figura una vaca: era la riqueza del Uruguay, y
en una de las columnas aparece la carita de Lincoln, que los pobres turistas
miraban con resignación y respeto. Al
final del paseo los turistas juntaban unos dólares y me daban propinas. Una vez
una señora muy rica y distinguida, del
Partido Republicano y que odió el
monumento a Roosevelt que está por en el Parque Batlle, me preguntó qué pensaba
estudiar y le dije: arquitectura. Dos meses después me llegó por correo un
libro fantástico sobre la obra de Frank Lloyd Wright. Me enamoré de las Usonian
Houses de Wright con esos techos atrevidos volados y pensé que cuando fuera
arquitecto iba a ser como él.
MADRE
Mi madre
era una extraordinaria dibujante y pintora. Fue alumna de Laborde y Bazurro en
el Círculo de Bellas Artes. En sus mejores años, década del 30, pintaba con el
estilo planista al igual que Bazurro, Laborde, Cúneo, Arzadum, Petrona Viera,
Causa, Etchebarne Bidart, Causa y otros.
Bazurro la quiso mandar a Europa con una beca junto con Gilberto
Bellini, que era otro alumno destacado, pero mi abuelo, un vasco medio bruto y
atrasado no la dejó ir. También quiso
estudiar arquitectura pero fue casi peor. Ninguna mujer podía estudiar
arquitectura en esos años. Cuando nacimos mi hermano y yo, dejó de pintar, como
sucede a tantas mujeres hoy en día. No es que haya abandonado, siguió pintando
esporádicamente, pintaba para el Salón Nacional y sacaba premios, pero eso no
sirve para nada. No hizo exposiciones individuales, quedó fuera del circuito
artístico, perdió el tren y además no entendió lo que pasaba en los 50 con las
vanguardias, el Taller Torres García y el abstraccionismo.
Como yo
heredé sus aptitudes naturales para el dibujo y no tenía dificultades con las
matemáticas, mi madre me convenció a los 16 años para inscribirme en
Preparatorios de Arquitectura y de esa manera se realizaba ella a través de mí,
compensando su notoria frustración, sin darme chance de elegir otra profesión
que me gustara, como la medicina por ejemplo. Decía que yo era tan sensible que
a la primer vista de sangre me iba a desmayar al pie de una cama de hospital.
Con todo, me estimuló para que fuera a Bellas Artes, donde pude resistir un año
y medio, pero las exigencias crecientes de la Facultad me obligaron a dejar.
BELLAS ARTES
En
el British me habían dado un premio especial por “Outstanding Performance” en
Dibujo, un premio que solo se había dado muchos años antes a un tal Bengt
Hellgren. A fin de año mis dibujos en papel
garbanzo colgaban en las paredes de los corredores para asombro de todos
los chicos del colegio. Algunos, los que no me conocían, decían que me los
había hecho mi mamá, que era una extraordinaria dibujante mucho mejor que yo.
Simplemente heredé de ella esa habilidad, como hay
chicos que heredan el “oído” y son capaces de tararear una canción con oírla
una vez sola. Así que a los 18 años iba de día al IAVA a estudiar Preparatorios
de Arquitectura y en las noches estudiaba Dibujo y Pintura con Vicente Martín
en la Escuela Nacional de Bellas Artes de la calle Martí. Trabajábamos en el
sótano. En un salón enseñaba Edgardo Ribeiro y en el otro Vicente Martín.
Dibujábamos manzanas y botellas, y a veces venía una modelo a posar desnuda, se
llamaba La Gitana y tenía como 60 años. Yo dibujaba las lucecitas del cuerpo de
la Gitana todas iguales, y una noche Vicente me enseñó a mirar la modelo con
los ojos entrecerrados para ver solamente los grandes volúmenes de luz y
sombra. Fue lo único que me enseñó en el año y medio que fui, pero fue una
enseñanza decisiva que todavía le agradezco. Pero me llevó muchos años
comprender que mi habilidad para copiar un objeto, reproducir su apariencia
exacta, no tiene nada que ver con el arte, que en esencia es creación, la
invención de una forma nueva.
POLITICA
Con
dos años del Instituto Alfredo Vásquez Acevedo, más conocido como IAVA, logré salir de la burbuja un poco artificial
del British y me topé con un Uruguay más real, más normal y de clase media, más
latino, desordenado, creativo, el Uruguay de la picardía criolla y la
politización desmesurada. Asistí
asombrado a las primeras asambleas de estudiantes, las huelgas por la autonomía
universitaria de 1958, mis primeras manifestaciones por 18 de Julio, la oratoria inflamada de líderes estudiantiles
sobre temas extraños o incomprensibles
para mi inocencia política. Solo había escuchado historias familiares de
escasa entidad: la admiración de mi madre por Batlle y Ordóñez, vagas
referencias de la admiración de mi padre por Emilio Frugoni, y otras historias
breves, como un banquete en el Parque
Hotel donde entró la tropa de Gabriel Terra apuntando a los comensales con sus
fusiles, y mi tía abuela, vasca hasta la médula, se
negaba a levantar los brazos.
Más
por espíritu aventurero que por convicción política, en 1958 me sumé un par de
veces a las manifestaciones por la autonomía universitaria.
Los consabidos gases lacrimógenos, la
policía a caballo corriendo por las veredas y todo eso, pero el mayor asombro
fue comprobar que la policía, o sea el Estado, a través de la prensa que
narraba los incidentes, mentía
descaradamente. Para mí hasta ese momento el Estado era una entidad superior,
impoluta, regida por leyes justas e inmutables y ejercidas por gobernantes perfectos. Hubo
una manifestación relámpago de 500 obreros
y estudiantes por 18 de Julio que
fue dispersada por agentes de Investigaciones vestidos de particular. Al día
siguiente la Jefatura informó que éramos 50 y que habíamos provocado la
represión tirando piedras. Comenté el asunto con mi
amigo Roberto, inteligentísimo estudiante de derecho y me dijo: “¿nunca
pensaste que las leyes y las instituciones, como la policía, son un invento de
una clase para explotar a otra?” Todavía
sin saber si fue una bendición o una desgracia, esa fue mi primera aproximación
al marxismo.
AYUDANTE DEL ARCHIVO DE OBRAS
En la
década del sesenta trabajé durante cuatro años en el Museo Nacional de Bellas
Artes, hoy de Artes Visuales. Tenía que cumplir
solamente cuatro horas y era perfecto para estudiar, la Facultad me
quedaba a dos cuadras. El Director era
el arquitecto Muñoz del Campo, uno de los hombres más buenos del mundo. Me
autorizó a viajar un mes entero a Cuba, y luego a hacer un curso fantástico de
seis meses de Desarrollo Económico
organizado por la CIDE de Enrique Iglesias.
También trabajaban en el museo
otros artistas: Vicente Martín, Jorge Damiani, Alejandro Casares, Javiel
Velázquez. Una vez, todos mandamos obras a un Salón Municipal, y todos
obtuvimos premios. Muñoz del Campo estaba en el jurado. Una de mis tareas, con
ritmo cansino, era actualizar el
catálogo de obras del Museo. Cientos de obras paraditas en unas jaulas de
hierro, había que sacarlas, medirlas, verificar los datos, anotar el estado de
conservación y eso en un libro grandote . Siempre era emocionante tener en las
manos una luna de Cúneo, una callecita de De Simone, un retrato de Sáez. Pero
también había decenas de cuadros europeos de los llamados académicos, escenas
campestres, de cortesanas de capelina y miriñaque, alegorías, batallas navales,
cacerías de zorros y santos y madonas de toda especie, que seguramente fueron
donados al museo por burgueses modernos que no sabían qué hacer con aquéllos barrocos marcos dorados.
Ya cuando me iba del Museo llegó Kalemberg a la Dirección y le pudo imprimir
otro ritmo a la institución y al edificio, pero las obras académicas del siglo
XVIII y XIX nunca se expusieron, los uruguayos no las conocen.
FACULTAD
Entré a
Facultad sin saber demasiado sobre la importancia de elegir Taller, el ámbito
pedagógico por excelencia donde se enseña la esencia de la arquitectura: el
proyecto, el arte de plasmar en un plano la forma de los volúmenes que se van a
construir y contener alguna actividad o función humana. El primer ejercicio que
me tocó hacer era el de componer en maqueta un elemento natural y uno
artificial, sobre una base. Presenté una tibia humana que encontré en la feria
de Tristán Narvaja, parada sobre una foto de la luna y un velo blanco que caía
ondulante. El profesor, un hombre sensible, se dio cuenta que yo era sapo de otro
pozo, me puso una nota elevada pero me dijo que los objetos elegidos eran
demasiado pregnantes, su mensaje
literario excedía la forma que lo contenía.
El
segundo ejercicio del semestre era definir varios espacios con palitos y
alambres pero sin usar superficies
planas. Mientras otros compañeros hicieron pequeñas cajas rectangulares
reminiscentes del Taller Torres García, yo presenté una serie de triángulos
caóticos, notoriamente inspirados en los techos volados del libro de Frank
Lloyd Wright que me había regalado la turista Republicana que odiaba a Roosevelt.
Algunos compañeros me hicieron notar que Wright no era muy bien visto en la
Facultad, por ser un arquitecto individualista al servicio de clientes
millonarios. En la Facultad de 1960 los docentes que yo elegí consideraban que la arquitectura no era una
de las artes sino un trabajo social al servicio de la clase obrera.
INUNDACIONES
Ese
mismo año, en abril, ocurrieron las peores inundaciones del siglo. Me puse el
uniforme de los Boy Scouts que me quedaba chico y me fui al Cilindro a embolsar
ropa usada para los damnificados. Pero la facultad organizó una asamblea
gigantesca en el salón de actos para discutir causas y remedios de la
inundación. Los más razonables dijeron que la culpa era de los Intendentes
corruptos que autorizaron fraccionamientos inundables. Los más enfervorizados señalaron como culpables
al latifundio, la propiedad privada de
la tierra, el capitalismo, el
imperialismo yanqui y la necesidad de expropiar casi todo. La lista de oradores era enorme y se votó un
cuarto intermedio. Al día siguiente pedí
la palabra y con las piernas temblando de miedo hablé de la naturaleza
humana, del egoísmo y la ambición, la compasión y la caridad, cité a Buda,
Carlos Vaz Ferreira, Albert Camus, Shopenhauer y otros autores devaluados.
Cuando terminé se produjo un piadoso silencio que me pareció eterno, pero por
suerte se olvidaron de mí y siguieron con las mociones habituales de
movilización y lucha contra el gobierno.
Al día siguiente algunos profesores de la derecha me felicitaron en voz
baja por mi valentía, pero todos los
grupos de estudiantes me invitaron a sus reuniones políticas. Habían detectado
en seguida al boludo inocente pero de buena madera, capaz de evolucionar, con
un poco de entrenamiento, hacia la
izquierda revolucionaria.
EL GALPON DE ESQUILA
En esos
primeros de la década del 60 hubo un concurso en Facultad para reemplazar a
Arostegui y Paysee Reyes, que se retiraban como jefes de Taller de Proyectos.
Se presentaron dos ayudantes de
Paysee que se llamaban Chappe y
Monestier, que eran muy buenos arquitectos y muy buenos docentes. Algo
soberbios, subestimaron un poco a sus
rivales y no calibraron la orientación política ampliamente izquierdista que
imperaba en la Facultad. Los otros concursantes se plegaron al discurso
dominante y ganaron los cargos con facilidad, hablando de la misión social de
la arquitectura, la acción comunitaria, el bien común, y en contra del
individualismo y la clientela aburguesada de Pocitos.
Yo me
anoté en uno de los talleres socialistas, más por ignorancia que por
convicción, y el primer ejercicio consistió en proyectar un galpón de esquila. Diligentemente me fui
hasta la Facultad de Agronomía, lejísimos, y estudié en varios libros el
movimiento de las ovejas desde que entran por potreros y galpones hasta que
salen trasquiladas, de manos de las cuadrillas de peones zafrales. Fui a ver
una esquila de verdad y me dieron lástima las ovejitas rapadas y estresadas,
tiritando de frío, con algunas lastimaduras de las tijeras.. Me resultó fácil
dibujar el esquema funcional de los galpones y saqué una buena nota. Pensé que me gustaba más la ingeniería y la economía del proyecto
que la arquitectura entendida erróneamente como algo superfluo y caro que se
agrega al esquema funcional. Error mío y del Taller donde me cobijé en esos
años tan formativos y que pagaría caro.
BECA A PARIS
En la década del 60 muchos artistas pertenecientes a la
Unión de Artistas Plásticos
Contemporáneos resolvimos no
mandar obras al Salón Nacional mientras hubiera Medidas Prontas de Seguridad.
Las medidas duraron muchos años y se fueron agravando en los setenta.
En los primeros meses del 73 hubo un llamado de la
Comision Nacional de Bellas Artes para una Beca de Jóvenes menores de 35 años
consistente en un viaje a París. Pedí autorización para presentarme a camaradas
del gremio y me dijeron que el boycot era solo para el Salón Nacional. El
jurado era Mario Paysee Reyes, Enrique Medina y Nelson Ramos. Los primeros días
de junio me llega una carta designándome finalista, junto con Jorge Ruano y el
conceptualista Haroldo Gonzalez.. Ruano había presentado unos paisajes
convencionales, yo unos fragmentos de desnudo hiperrealistas bastante audaces
(colas y tetas), y González había presentado un video de gorilas con
charreteras o algo así. El 27 de junio se produjo el Golpe y el gobierno
militar destituyó al Ministro de Cultura y pidió la renuncia del jurado. Nombró en su lugar al Arq. Menchaca, al
escultor Moller de Berg y otro que no recuerdo. Hubo un poco de forcejeo y en
un momento dado se reunió el jurado anterior, que no quería renunciar, con el
nuevo. En la acalorada discusión, Menchaca dijo que de ninguna manera se podía premiar un culo o un
video con gorilas. Ramos dio vuelta un cuadro mío y le dijo a Menchaca que
solamente lo mirara como una forma abstracta. Menchaca contestó con una frase
contundente: “¡Sigue siendo un culo!” Lo cuento ahora porque mi delito
prescribió, la verdad que debí renunciar a la beca el mismo día del Golpe de
Estado, pero la sola posibilidad del viaje a París me volvía loco. Fue una de las veces más graves en que no
hice lo que me dictaban mi conciencia y mi pasado izquierdista, y hasta hoy me
persigue la culpa por aquél papelón.
CUBA
Entré a Facultad de Arquitectura en 1959, y ese primer
año salvé varias materias con muy buenas notas pero enseguida me vi arrastrado
por la actividad gremial y la militancia política. En 1959 Fidel Castro, después de varios años de lucha
armada en las montañas, derrocó al
dictador Batista. La imagen de Fidel,
Camilo Cienfuegos y el Che Guevara,
jóvenes y lindos, con sus barbas
y melenas románticas entrando en la Habana encima de un tanque de guerra,
conmovió a buena parte de mi generación
y nos arrastró en la marea
revolucionaria de los años sesenta. La
Facultad era de las más revoltosas de la Universidad. Cuando vino Eisenhower,
héroe de la Segunda Guerra Mundial, pasó por Bulevar Artigas y desde el techo
le descolgaron un cartel inmenso con la clásica diatriba contra el imperialismo yanqui. En esos años
participé en infinitas manifestaciones relámpago en defensa de la Revolución
Cubana, al grito de “Cuba sí, yanquis no” y otra consigna mucho peor, que hoy
recuerdo con infinita vergüenza: “¡Que
suba, que suba, gobierno como en Cuba!”. Una manifestación relámpago consistía
en pasar de boca en boca, entre todos los militantes de la FEUU, una esquina y
una hora determinadas, para irrumpir de golpe en 18 y marchar tres o cuatro cuadras hasta que llegara la
policía. Interrumpíamos el tránsito de
18 de Julio casi todos los días. Los compañeros omnibuseros nos odiaban y los
policías también, más por las horas extras que tenían que trabajar para
enfrentarnos, que por razones ideológicas. Pero yo con 20 años me sentía
extraordinario, coprotagonista de la historia, miembro de la vanguardia
esclarecida del pueblo uruguayo al que había que despertar de la alienación
capitalista y conducirlo hacia el socialismo. Qué época linda de mi vida: volver a Facultad, al día
siguiente de una manifestación, con la
cabeza vendada a causa de algún palazo,
ante la admiración de los profesores y las chicas de la clase.
SILVITA EN CUBA
Se llamaba Juan Silva pero en la Facultad le decíamos Silvita porque era bajito y con
cara de niño. Entre rubio y pelirrojo, siempre sonriente y bonachón, emanaba un
entusiasmo contagioso por todo lo que fuera revolucionario o contestatario. En
1963, creo, se hizo en Cuba un congreso
de la Unión Internacional de Arquitectos que había sido programado desde antes
de la Revolución. Fidel Castro organizó en paralelo un congreso de estudiantes
de arquitectura de Sudamérica y para facilitarnos el viaje mandó un barco ruso
a buscarnos al puerto de Santos, en Brasil. Los que queríamos ir teníamos que
pagar solo cien dólares, pero antes tuvimos que hacer en Facultad una prueba escrita sobre las razones
de nuestro interés en el viaje. Silvita casi pierde el concurso por
manifestarse demasiado idealista y romántico con respecto a los rigores del
materialismo dialéctico. Unos trescientos fans de Fidel confluimos en autobuses
hacia Santos desde Santiago, Asunción, Buenos Aires, Montevideo y San Pablo. El
viaje era muy largo pero nos entretuvimos jugando a las cartas, haciendo
bullying o estudiando a Lenin. No es
casual que el barco ruso se llamara
Nadeshka Krupskaia, como la mujer de Lenin, pero el capitán,
acostumbrado a hacer solamente el Mar del Norte, no entendió
muy bien el bullanguero espíritu latino.
Juró no volver jamás a Sudamérica porque fumábamos en los camarotes,
jugábamos a las cartas por plata, dejábamos las toallas tiradas por los
corredores o intentábamos seducir a las
meseras de la tripulación. Se decía que
nos ponían bromuro, una droga en la sopa
para amenguar nuestra líbido juvenil. Llegamos a La Habana llenos de entusiasmo y deseosos de ver la Revolución enseguida. En
el puerto nos esperaron unas edecanes monísimas con flores, música, copas de
“daiqurí” bien helado y nos acompañaron hasta un hotel en la esquina de 3ª y F, un edificio
moderno y agradable muy cerca del mar. Dejamos las valijas en los cuartos y
corrimos hasta el Malecón, muy parecido a nuestra rambla de Pocitos. Silvita
iba adelante deseando expresar su adhesión y entusiasmo revolucionario. Llegó
antes que nadie al muro que ataja las olas,
se dio vuelta hacia nosotros, levantó los brazos al cielo y exclamó “¡Acá
el mar es más grande!” y todos nos
abrazamos emocionados.
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