viernes, 17 de noviembre de 2017

APUNTES AUTOBIOGRAFICOS

APUNTES AUTOBIOGRÁFICOS

INDICE

Infancia

British

Cricket club

Solís

Literatura

Guía de turistas

Madre

Bellas artes

Politica

Ayudante del archivo de obras

Facultad

Inundaciones

El galpón de esquila

Beca a París

Cuba

Silvita en Cuba





















INFANCIA
             En 1944, año de mis primeros recuerdos,  mis padres compraban dos o tres diarios por día. Mi madre era batllista y admiradora de Frugoni, le gustaba leer El Día y mi hermano y yo nos abalanzábamos sobre el Suplemento de los Domingos para leer a Tarzán. Mi padre era blanco independiente y quería leer El País. También, en la tarde,  llegaba El Plata, que tenía una página entera de historietas extraordinarias para la imaginación de un niño: El fantasma, Rip Kirby, Lorenzo y Pepita.
             De mañana temprano mis padres leían los titulares de los diarios en la cama y yo me metía despacito entre los dos y ellos hacían como que no se daban cuenta. Había días en que las noticias de la  guerra  eran más graves que otras y las comentaban en voz baja para no preocuparme. Mi padre leía también un periódico en inglés, con fotos de la guerra y propaganda  Aliada. Mi hermano y yo jugábamos con unos avioncitos de plomo: el Spitfire, el Mustang y los cazas japoneses Zero . Ya no aparecen en la feria de Tristán Narvaja.
            Mi padre era uruguayo pero de origen noruego, hablaba inglés y trabajaba en el Hospital Británico  Se interesaba vivamente por la suerte de los soldados anglosajones. Le contaba a mi madre que algunas nurses británicas que trabajaban en el hospital y que habían sufrido los bombardeos de Londres,  se escondían debajo de las camas cuando caían relámpagos y truenos sobre Montevideo. Mi padre tenía sobre la mesa de luz una radio de onda corta, y mientras hojeaba los diarios escuchaba los discursos de Winston Churchill.
            Mi madre, de origen vasco-francés, se interesaba más por la suerte de los soldados franceses, las peripecias de la Resistencia  y las arengas de un soldado alto que aparecía en las fotos de los diarios, que después supe era De Gaulle.   También años más tarde  mis tías me contaron que el día de la Liberación de París mi madre  nos sacó de la escuela  a  mi hermano y a mí y nos llevó a la avenida 18 de Julio a festejar y cantar la Marsellesa, pero de eso no me acuerdo.
            En esos años la raíz  nórdica y anglosajona de mi padre sobre mi formación infantil fue más importante que la influencia franco- latina de mi madre. El primer Heide que apareció en Uruguay a fines del siglo XIX fue mi abuelo, a quien no conocí. Se llamaba Thomas Benjamin Heide, nacido en Noruega. Dicen que conducía un barco mercante que encalló frente a las costas de Rocha  y se quedó en Uruguay porque le gustó. Trabajó para los ingleses en los ferrocarriles como jefe de la estación Peñarol,. También aparece en un documento con otro montón de ingleses como fundador del Central Railway Football Club que luego se conocería como Peñarol.
            Enseguida de la guerra, creo que en 1946,  vino de visita al apacible  Uruguay un primo de mi padre que se llamaba Erling, como mi hermano. Había participado en la Resistencia de Oslo contra los nazis en un episodio que se conoció como la Batalla del Agua Pesada, que servía para fabricar bombas atómicas. En la escaramuza cayó preso y fue enviado tres o cuatro años a un campo de concentración. Todavía tenía marcas de tortura de  cigarrillos apagados contra la piel de sus brazos. Una tarde de mayo, el tío Erling, sin saber una palabra de español,  se fue solo a la playa de Pocitos, encontró que el  agua  era muy calentita y nadó mucho más allá de las boyas. Cuando salió, los marineros lo metieron en un calabozo de Trouville  Mi padre lo rescató  varias horas después y esa noche para calmarlo fuimos todos a comer pollo a un restorán de lujo en  Villa Biarritz, pero el tío se volvió a Noruega en el primer barco que saliera y juró no volver jamás.

BRITISH
            Como funcionario de los ferrocarriles ingleses mi abuelo logró que mi padre se educara en el British Schools de modo que mi padre quedó siempre vinculado a la colonia inglesa, trabajó con ellos en el Hospital Británico, hizo deportes y sociabilidad con ellos en el Montevideo Cricket Club  (en Peñarol), veraneó con ellos en el Balneario Solís (fundado por ingleses) y logró también, por ser ex alumno, que mi hermano y yo fuéramos inscriptos en el British desde pequeños.
            En el colegio cantábamos el himno inglés a menudo, festejábamos el día del Imperio Británico, recibíamos visitas ilustres de la realeza, y como Boy Scouts jurábamos lealtad a la Reina, pero ni mis padres ni nosotros interpretábamos todo eso como colonialismo cultural o lavado de cerebro, sino como parte de una muy buena educación inglesa: disciplina, honestidad, responsabilidad, pragmatismo, puntualidad, ascetismo, veracidad y todo eso que ahora llaman valores       La verdad es que no sé cómo hicieron mis padres, modestos empleados públicos, para mandarnos al British, uno de los colegios más exclusivos del Uruguay, allá por 1945. Nos anotaron prácticamente al nacer, y seguramente pudimos entrar por ser hijos de un old boy ( ex alumno).
El colegio estaba en Benito Lamas entre Ellauri y Luis de La Torre. Hacíamos doble horario para poder cumplir con el programa oficial uruguayo y además estudiar inglés, historia, geografía y literatura británicas .Los ingleses tenían verdadera obsesión por la disciplina, la puntualidad, el orden y las buenas maneras. A las ocho de la mañana, en el patio helado hacíamos gimnasia y marchas militares como si nos fueran a mandar a la guerra. El director Mr. Schor, era el clásico Headmaster, terriblemente severo, cuya sola presencia infundía temor y admiración entre los chicos. . Nos contaba que había sido criado con rudeza: en su época, para bañarse, tenían que cortar el hielo con un pico y zambullirse en el agua helada, y eso forjaba el carácter.
Se decía en el British que los Posadas Belgrano eran tataranietos del General que perdió con Artigas en la Batalla de las Piedras. Recuerdo perfectamente a Ignacio Posadas caminando por los corredores, levantando las cejas, igualito a ahora, algo taciturno.
Por provenir de una raza de conquistadores y piratas, el Director Mr. Schor tenía predilección por los deportistas rudos  y cierto desdén por las almas sensibles como yo.  Aún así era un excelente profesor de Shakespeare y nos enseñó a amar el idioma a través de los divertidos envenenamientos y cuchilladas de Macbeth, Hamlet, el Rey Lear y los desgraciados Romeo y Julieta.
A pesar de que a menudo cantábamos el himno inglés y nos llevaban al Victoria Hall a festejar el día del Imperio, nadie tomaba muy en serio aquellos rituales colonialistas. Pero también los ingleses fueron los inventores del parlamento y de ciertos valores esenciales de la democracia, así que nunca me di cuenta que fuera un colegio elitista destinado a educar a los hijos de los gerentes de las compañías inglesas y luego a los hijos de la clase alta criolla.      Jamás el Director ni los maestros permitieron la menor discriminación o diferencia de trato entre ricos y clasemedieros como yo (pobres pobres, no había). Por supuesto que crecimos un poco a espaldas del Uruguay real, pero dentro del Colegio la igualdad era absoluta hasta el punto de que en doce años de educación jamás se me ocurrió pensar que mis compañeros de salón eran descendientes de famosos médicos, gerentes, abogados, barraqueros, generales, comerciantes, industriales y estancieros.
En realidad,  la verdadera aristocracia uruguaya, el old money como dicen en USA para referirse a las viejas oligarquías patricias, se educaba en el Seminario y el Sacre Coeur. Los jesuitas eran unos genios para formar a las futuras clases dirigentes. A fines de la década del sesenta, Luis del Castillo, jesuita, “old boy” y director del Seminario, me invitó a dar unas clases de dibujo.  En los corredores del venerable edificio estaban las fotos de todas las generaciones  que salieron del Seminario. Era impresionante leer los apellidos de las quinientas familias que desde hacía dos siglos, con inteligencia, discreción y enorme esprit de corps manejaban los hilos del país. Comparado con el Seminario el British no era tan cajetilla.

CRICKET CLUB     
            Cuando éramos chicos, los sábados o domingos íbamos al Montevideo Cricket Club, entre Sayago y Peñarol. Íbamos en ferrocarril desde la Estación Central y nos bajábamos en Parada Polo. El viaje en tren, como se sabe, era maravilloso para la imaginación de un niño. Desde la ventana veíamos casitas muy humildes construídas contra el alambrado lleno  de violetas, y casi siempre había un niño descalzo saludándonos con cierta melancolía
            Era un Club fundado por los ingleses,  que sabían pasarla bien en los países donde instalaban ferrocarriles, aguas corrientes, compañías de gas, hospitales y colegios. El club tenía canchas de polo, de rugby, fútbol y tenis y tenía vestuarios, un salón  donde las damas tomaban el té con los niños, y una cantina que decía “Men Only” donde  los varones se metían, después del rugby, a tomar litros de “schandy”, una mezcla de cerveza y gaseosa
             Mi madre nos llevaba al césped  y desplegaba su  mantel a cuadros y sacaba de una canasta los sándwiches y los escones. Mi madre se diseñaba su ropa con muchos volados en color pastel, y sabía hacerse grandes capelinas  de alas ondulantes .  Después me di cuenta que quería parecerse  a Greer Garson en Rosa de Abolengo.
            Pero lo mejor del paseo era el regreso de todos en el tren de las 20.10.  Los ingleses y mi padre cantaban durante todo el trayecto, y al bajar en la Estación subíamos  por Paraguay  hasta 18 de Julio. El más cómico de la barra, que se llamaba Jack, se subía a una  cabina que había en el medio de la calle  y detenía el tránsito para que cruzáramos  nosotros. Allí los adultos se despedían a las risas hasta el fin de semana siguiente.

SOLIS
      Mi padre era secretario o tenedor de libros del Hospital Británico.  Los números del balance anual le bailaban en la cabeza durante toda la noche y se enfermó de surmenage, versión francesa del stress, y los médicos le recomendaron dos o tres meses de licencia en un balneario tranquilo. Mi madre consiguió un préstamo con Charlie Cat,  gerente del Banco Comercial, y alquilamos por todo el verano una casita en Solís. Se llamaba “Las Ranas” y era de la familia Beare. Enfrente era todo chircas y espinas de la cruz donde mi hermano y yo jugábamos el día entero persiguiendo lagartijas, descubriendo nidos de teros y perdices o inventando trampas para los apereás. A mediodía mi madre salía hasta la portera con una campana a llamarnos para el almuerzo y nosotros volvíamos corriendo sudorosos y mugrientos con los bolsillos llenos de piedritas raras y cascarudos.
            En Solís nos hicimos amigos del lechero, un chico apenas mayor que montado en un burrito repartía la leche en sendos tachos grandes y lustrosos.  De tardecita lo ayudábamos a arrear las vacas hasta el tambo. Él nos enseñó a reconocer los bichos del campo. El chajá, el flamenco, la garza rosada, la temible crucera, la viudita, y a buscar insectos debajo de los troncos caídos. Es que en Solís, el campo y la playa eran la misma cosa y el olor a bosta de vaca llegaba hasta donde empezaba el olor de los mejillones.
            A veces íbamos a comer al Hotel Chajá. En la penumbra del inmenso comedor quinchado siempre había una niña muy bella, de apellido Lussich o Paysee, que tocaba en el piano blanco los primeros acordes de Para Elisa.
            En el inmenso comedor del Hotel Chajá nos juntábamos muchos niños. Don Ventura acodado en el mostrador registraba el continuo tráfico de helados de crema con  dulce leche, pero yo me ensimismaba mirando la enorme estufa de piedra,  decorada con pieles de víbora, cuernos de antílopes, caparazones de mulita y  caracoles.
            A veces íbamos en bicicleta hasta el Parador los Cardos y subíamos a la Sierra de las Ánimas. En una de esas excusiones me enamoré perdidamente de Chichita, tres años mayor, y amiga de mi hermano. Tenía una risa cristalina y andaba en bicicleta con un shorcito beige que le quedaba precioso. Nunca me miró ni se enteró que yo la amaba en secreto y sin esperanza. 
            De tarde solíamos ir hasta la desembocadura del Río Solís a ver la puesta de sol o a pescar pejerrey. Mi madre ponía un mantel a cuadros y una canasta sobre el pasto y repartía pedacitos de tarta de jamón y queso. Mi  padre sacaba una armónica y tocaba canciones de Stephen Foster y Negro Spirituals, mientras la magia del Angelus aliviaba mis penas de amor.

LITERATURA
            Mi padre era muy lector y nos compraba en el quiosco de la esquina de avenida Brasil  y Brito del Pino unos libros grandes de tapa amarilla impresos en papel de diario, que traían literatura clásica y costaban un peso. Con mi hermano pasamos varios años espadeando con palos de escoba  como Dartagnán y los tres mosqueteros, o subiendo a inmensos árboles como los hermanos Grant  o navegando en balsas precarias  por el Santa Lucía, como si fuera el Mississipi de Tom Sawyer o Huckleberry Finn. Pero en algún momento abandoné esas  lecturas  y  me dediqué a leer  “El mundo es ancho y ajeno” de Ciro Alegría, “El señor Presidente” de Asturias, “La Vorágine” de Eustasio Rivera, “Doña Bárbara” de Rómulo Gallegos, “Gran Sertón, Veredas”, de Guimaraes Rosa, y en esos libros del realismo social  descubrí que América del Sur, ese  continente indígena, enorme,  miserable y violento,  me hacía vibrar de emociones profundas y  desconocidas, y mi sentimiento de patria se desbordaba por las selvas del Amazonas.
            En tercero de liceo del British había tenido  un profesor de Literatura excelente, Gastón Blanco Pongibove, muy entretenido, escribía sobre cine en el Semanario Marcha. Se salía del programa oficial y nos daba La Metamorfosis de Kafka, Rebelión en la Granja de Orwell (que era una alegoría antitotalitaria) y también el Manifiesto Comunista. Nos contaba en qué círculo del Infierno de la Divina Comedia estaban los grandes malvados de la Edad Media y del Renacimiento. Un poco para la chacota nosotros preguntábamos por gente y el contestaba, hasta que al rato se enojó y dijo que no era el ascensorista del Infierno. Como ya dije, en cuarto año del liceo el Director Mr Schor nos daba notables clases sobre Shakespeare. Como el British no tenía quinto y sexto, mi madre nos mandó al IAVA, que en esos años tenía un elenco notable de profesores. Emir Rodríguez Monegal en quinto, (que estaba sobre calificado para darnos La Ilíada) corría por el salón de clase blandiendo un látigo imaginario, como si fuera Héctor o Menelao).  En sexto  año  Guido Castillo, (brillante combatiente del Taller Torres García en sus años mozos),  se entusiasmaba tanto dando Fausto que me parecía le salían chispas de sus grandes ojos inteligentes. A veces me colaba de oyente en las clases fascinantes de Angel Rama. No me interesaban las materias científicas como física y matemáticas.

GUÍA DE TURISTAS
            Después del surmenage que  obligó a mi padre a dejar el empleo del Hospital Inglés, él estuvo trabajando algunos años como guía de turistas para la agencia de viajes Buemes. Cuando yo tenía 14 años mi padre se murió como consecuencia del estrés anterior,  úlcera del duodeno, cirugía y probable mala praxis, y me quedé de golpe sin el hombre más bueno del mundo (pero eso es otra historia). Mi madre quedó con una pensión muy chica y el sueldo de profesora de Secundaria, así que a los 15 años heredé el puesto de guía de turistas. Mi labor consistía en pasear turistas por Montevideo en un taxi o remise,  mostrarles en 3 horas  la Ciudad Vieja, Carrasco, la Rambla, el Palacio Legislativo, la Carreta de Belloni, La Diligencia,  y a veces los peones disfrazados de gauchos tomando mate en La Tablada. También acompañaba a los turistas a las tiendas de artículos de cuero que estaban en Plaza Independencia y me ganaba el 10% de las ventas. Otras veces guiaba un autobús entero lleno de turistas y en inglés les contaba cosas de los edificios, reales o inventadas.  En el medio del Salón de los Pasos Perdidos hay un mármol que figura una vaca: era la riqueza del Uruguay, y en una de las columnas aparece la carita de Lincoln, que los pobres turistas miraban con  resignación y respeto. Al final del paseo los turistas juntaban unos dólares y me daban propinas. Una vez una señora muy rica y distinguida,  del Partido Republicano y  que odió el monumento a Roosevelt que está por en el Parque Batlle, me preguntó qué pensaba estudiar y le dije: arquitectura. Dos meses después me llegó por correo un libro fantástico sobre la obra de Frank Lloyd Wright. Me enamoré de las Usonian Houses de Wright con esos techos atrevidos volados y pensé que cuando fuera arquitecto iba a ser como él.

MADRE
            Mi madre era una extraordinaria dibujante y pintora. Fue alumna de Laborde y Bazurro en el Círculo de Bellas Artes. En sus mejores años, década del 30, pintaba con el estilo planista al igual que Bazurro, Laborde, Cúneo, Arzadum, Petrona Viera, Causa, Etchebarne Bidart, Causa y otros.  Bazurro la quiso mandar a Europa con una beca junto con Gilberto Bellini, que era otro alumno destacado, pero mi abuelo, un vasco medio bruto y atrasado  no la dejó ir. También quiso estudiar arquitectura pero fue casi peor. Ninguna mujer podía estudiar arquitectura en esos años. Cuando nacimos mi hermano y yo, dejó de pintar, como sucede a tantas mujeres hoy en día. No es que haya abandonado, siguió pintando esporádicamente, pintaba para el Salón Nacional y sacaba premios, pero eso no sirve para nada. No hizo exposiciones individuales, quedó fuera del circuito artístico, perdió el tren y además no entendió lo que pasaba en los 50 con las vanguardias, el Taller Torres García y el abstraccionismo.
            Como yo heredé sus aptitudes naturales para el dibujo y no tenía dificultades con las matemáticas, mi madre me convenció a los 16 años para inscribirme en Preparatorios de Arquitectura y de esa manera se realizaba ella a través de mí, compensando su notoria frustración, sin darme chance de elegir otra profesión que me gustara, como la medicina por ejemplo. Decía que yo era tan sensible que a la primer vista de sangre me iba a desmayar al pie de una cama de hospital. Con todo, me estimuló para que fuera a Bellas Artes, donde pude resistir un año y medio, pero las exigencias crecientes de la Facultad me obligaron a dejar.

BELLAS ARTES
            En el British me habían dado un premio especial por “Outstanding Performance” en Dibujo, un premio que solo se había dado muchos años antes a un tal Bengt Hellgren. A fin de año mis dibujos en papel garbanzo colgaban en las paredes de los corredores para asombro de todos los chicos del colegio. Algunos, los que no me conocían, decían que me los había hecho mi mamá, que era una extraordinaria dibujante mucho mejor que yo. Simplemente heredé de ella esa habilidad, como hay chicos que heredan el “oído” y son capaces de tararear una canción con oírla una vez sola. Así que a los 18 años iba de día al IAVA a estudiar Preparatorios de Arquitectura y en las noches estudiaba Dibujo y Pintura con Vicente Martín en la Escuela Nacional de Bellas Artes de la calle Martí. Trabajábamos en el sótano. En un salón enseñaba Edgardo Ribeiro y en el otro Vicente Martín. Dibujábamos manzanas y botellas, y a veces venía una modelo a posar desnuda, se llamaba La Gitana y tenía como 60 años. Yo dibujaba las lucecitas del cuerpo de la Gitana todas iguales, y una noche Vicente me enseñó a mirar la modelo con los ojos entrecerrados para ver solamente los grandes volúmenes de luz y sombra. Fue lo único que me enseñó en el año y medio que fui, pero fue una enseñanza decisiva que todavía le agradezco. Pero me llevó muchos años comprender que mi habilidad para copiar un objeto, reproducir su apariencia exacta, no tiene nada que ver con el arte, que en esencia es creación, la invención de una forma nueva.

POLITICA
            Con dos años del Instituto Alfredo Vásquez Acevedo, más conocido como IAVA,  logré salir de la burbuja un poco artificial del British y me topé con un Uruguay más real, más normal y de clase media, más latino, desordenado, creativo, el Uruguay de la picardía criolla y la politización desmesurada.  Asistí asombrado a las primeras asambleas de estudiantes, las huelgas por la autonomía universitaria de 1958, mis primeras manifestaciones por 18 de Julio,  la oratoria inflamada de líderes estudiantiles sobre temas extraños o incomprensibles  para mi inocencia política. Solo había escuchado historias familiares de escasa entidad: la admiración de mi madre por Batlle y Ordóñez, vagas referencias de la admiración de mi padre por Emilio Frugoni, y otras historias breves, como  un banquete en el Parque Hotel donde entró la tropa de Gabriel Terra apuntando a los comensales con sus fusiles, y mi tía abuela, vasca hasta la médula,   se negaba a levantar los brazos.
            Más por espíritu aventurero que por convicción política, en 1958 me sumé un par de veces a las manifestaciones por la autonomía universitaria.
Los consabidos gases lacrimógenos, la policía a caballo corriendo por las veredas y todo eso, pero el mayor asombro fue comprobar que la policía, o sea el Estado, a través de la prensa que narraba los incidentes,  mentía descaradamente. Para mí hasta ese momento el Estado era una entidad superior, impoluta, regida por leyes  justas e inmutables  y ejercidas por gobernantes perfectos. Hubo una manifestación relámpago de 500 obreros y estudiantes por 18 de Julio que fue dispersada por agentes de Investigaciones vestidos de particular. Al día siguiente la Jefatura informó que éramos 50 y que habíamos provocado la represión tirando piedras. Comenté el asunto con  mi  amigo Roberto, inteligentísimo estudiante de derecho y me dijo: “¿nunca pensaste que las leyes y las instituciones, como la policía, son un invento de una clase  para explotar a otra?” Todavía sin saber si fue una bendición o una desgracia, esa fue mi primera aproximación al marxismo.

AYUDANTE DEL ARCHIVO DE OBRAS
            En la década del sesenta trabajé durante cuatro años en el Museo Nacional de Bellas Artes, hoy de Artes Visuales. Tenía que cumplir  solamente cuatro horas y era perfecto para estudiar, la Facultad me quedaba  a dos cuadras. El Director era el arquitecto Muñoz del Campo, uno de los hombres más buenos del mundo. Me autorizó a viajar un mes entero a Cuba, y luego a hacer un curso fantástico de seis  meses de Desarrollo Económico organizado por la CIDE de Enrique Iglesias.  También trabajaban en el museo  otros artistas: Vicente Martín, Jorge Damiani, Alejandro Casares, Javiel Velázquez. Una vez, todos mandamos obras a un Salón Municipal, y todos obtuvimos premios. Muñoz del Campo estaba en el jurado. Una de mis tareas, con ritmo cansino,  era actualizar el catálogo de obras del Museo. Cientos de obras paraditas en unas jaulas de hierro, había que sacarlas, medirlas, verificar los datos, anotar el estado de conservación y eso en un libro grandote . Siempre era emocionante tener en las manos una luna de Cúneo, una callecita de De Simone, un retrato de Sáez. Pero también había decenas de cuadros europeos de los llamados académicos, escenas campestres, de cortesanas de capelina y miriñaque, alegorías, batallas navales, cacerías de zorros y santos y madonas de toda especie, que seguramente fueron donados al museo por burgueses modernos que no sabían qué  hacer con aquéllos barrocos marcos dorados. Ya cuando me iba del Museo llegó Kalemberg a la Dirección y le pudo imprimir otro ritmo a la institución y al edificio, pero las obras académicas del siglo XVIII y XIX nunca se expusieron, los uruguayos no las conocen.


FACULTAD
            Entré a Facultad sin saber demasiado sobre la importancia de elegir Taller, el ámbito pedagógico por excelencia donde se enseña la esencia de la arquitectura: el proyecto, el arte de plasmar en un plano la forma de los volúmenes que se van a construir y contener alguna actividad o función humana. El primer ejercicio que me tocó hacer era el de componer en maqueta un elemento natural y uno artificial, sobre una base. Presenté una tibia humana que encontré en la feria de Tristán Narvaja, parada sobre una foto de la luna y un velo blanco que caía ondulante. El profesor, un hombre sensible, se dio cuenta que yo era sapo de otro pozo, me puso una nota elevada pero me dijo que los objetos elegidos eran demasiado pregnantes,  su mensaje literario excedía la forma que lo contenía.
            El segundo ejercicio del semestre era definir varios espacios con palitos y alambres pero  sin usar superficies planas. Mientras otros compañeros hicieron pequeñas cajas rectangulares reminiscentes del Taller Torres García, yo presenté una serie de triángulos caóticos, notoriamente inspirados en los techos volados del libro de Frank Lloyd Wright que me había regalado la turista Republicana que odiaba a Roosevelt. Algunos compañeros me hicieron notar que Wright no era muy bien visto en la Facultad, por ser un arquitecto individualista al servicio de clientes millonarios. En la Facultad de 1960 los docentes que yo elegí  consideraban que la arquitectura no era una de las artes sino un trabajo social al servicio de la clase obrera.
           
INUNDACIONES
                        Ese mismo año, en abril, ocurrieron las peores inundaciones del siglo. Me puse el uniforme de los Boy Scouts que me quedaba chico y me fui al Cilindro a embolsar ropa usada para los damnificados. Pero la facultad organizó una asamblea gigantesca en el salón de actos para discutir causas y remedios de la inundación. Los más razonables dijeron que la culpa era de los Intendentes corruptos que autorizaron fraccionamientos inundables. Los  más enfervorizados señalaron como culpables al latifundio,  la propiedad privada de la tierra, el capitalismo,  el imperialismo yanqui y la necesidad de expropiar casi todo.  La lista de oradores era enorme y se votó un cuarto intermedio. Al día siguiente pedí  la palabra y con las piernas temblando de miedo hablé de la naturaleza humana, del egoísmo y la ambición, la compasión y la caridad, cité a Buda, Carlos Vaz Ferreira, Albert Camus, Shopenhauer y otros autores devaluados. Cuando terminé se produjo un piadoso silencio que me pareció eterno, pero por suerte se olvidaron de mí y siguieron con las mociones habituales de movilización y lucha contra el gobierno.  Al día siguiente algunos profesores de la derecha me felicitaron en voz baja por mi valentía,  pero todos los grupos de estudiantes me invitaron a sus reuniones políticas. Habían detectado en seguida al boludo inocente pero de buena madera, capaz de evolucionar, con un poco de entrenamiento,  hacia la izquierda revolucionaria.
             
EL GALPON DE ESQUILA
            En esos primeros de la década del 60 hubo un concurso en Facultad para reemplazar a Arostegui y Paysee Reyes, que se retiraban como jefes de Taller de Proyectos. Se presentaron dos ayudantes de  Paysee   que se llamaban Chappe y Monestier, que eran muy buenos arquitectos y muy buenos docentes. Algo soberbios,  subestimaron un poco a sus rivales y no calibraron la orientación política ampliamente izquierdista que imperaba en la Facultad. Los otros concursantes se plegaron al discurso dominante y ganaron los cargos con facilidad, hablando de la misión social de la arquitectura, la acción comunitaria, el bien común, y en contra del individualismo y la clientela aburguesada de Pocitos.
            Yo me anoté en uno de los talleres socialistas, más por ignorancia que por convicción, y el primer ejercicio consistió en proyectar un galpón de esquila. Diligentemente me fui hasta la Facultad de Agronomía, lejísimos, y estudié en varios libros el movimiento de las ovejas desde que entran por potreros y galpones hasta que salen trasquiladas, de manos de las cuadrillas de peones zafrales. Fui a ver una esquila de verdad y me dieron lástima las ovejitas rapadas y estresadas, tiritando de frío, con algunas lastimaduras de las tijeras.. Me resultó fácil dibujar el esquema funcional de los galpones y saqué una buena nota. Pensé  que me gustaba  más la ingeniería y la economía del proyecto que la arquitectura entendida erróneamente como algo superfluo y caro que se agrega al esquema funcional. Error mío y del Taller donde me cobijé en esos años tan formativos y que pagaría caro. 

BECA A PARIS

En la década del 60 muchos artistas pertenecientes a la Unión de Artistas Plásticos  Contemporáneos  resolvimos no mandar obras al Salón Nacional mientras hubiera Medidas Prontas de Seguridad. Las medidas duraron muchos años y se fueron agravando en los setenta.
En los primeros meses del 73 hubo un llamado de la Comision Nacional de Bellas Artes para una Beca de Jóvenes menores de 35 años consistente en un viaje a París. Pedí autorización para presentarme a camaradas del gremio y me dijeron que el boycot era solo para el Salón Nacional. El jurado era Mario Paysee Reyes, Enrique Medina y Nelson Ramos. Los primeros días de junio me llega una carta designándome finalista, junto con Jorge Ruano y el conceptualista Haroldo Gonzalez.. Ruano había presentado unos paisajes convencionales, yo unos fragmentos de desnudo hiperrealistas bastante audaces (colas y tetas), y González había presentado un video de gorilas con charreteras o algo así. El 27 de junio se produjo el Golpe y el gobierno militar destituyó al Ministro de Cultura y pidió la renuncia del jurado.  Nombró en su lugar al Arq. Menchaca, al escultor Moller de Berg y otro que no recuerdo. Hubo un poco de forcejeo y en un momento dado se reunió el jurado anterior, que no quería renunciar, con el nuevo. En la acalorada discusión, Menchaca dijo que de  ninguna manera se podía premiar un culo o un video con gorilas. Ramos dio vuelta un cuadro mío y le dijo a Menchaca que solamente lo mirara como una forma abstracta. Menchaca contestó con una frase contundente: “¡Sigue siendo un culo!” Lo cuento ahora porque mi delito prescribió, la verdad que  debí  renunciar a la beca el mismo día del Golpe de Estado, pero la sola posibilidad del viaje a París me volvía loco.   Fue una de las veces más graves en que no hice lo que me dictaban mi conciencia y mi pasado izquierdista, y hasta hoy me persigue la culpa por aquél papelón.

CUBA

Entré a Facultad de Arquitectura en 1959, y ese primer año salvé varias materias con muy buenas notas pero enseguida me vi arrastrado por la actividad gremial y la militancia política. En 1959  Fidel Castro, después de varios años de lucha armada en las montañas, derrocó  al dictador  Batista. La imagen de Fidel, Camilo Cienfuegos y el Che Guevara,  jóvenes y lindos,  con sus barbas y melenas románticas entrando en la Habana encima de un tanque de guerra, conmovió a buena parte de mi generación    y nos  arrastró en la marea revolucionaria de los años sesenta.  La Facultad era de las más revoltosas de la Universidad. Cuando vino Eisenhower, héroe de la Segunda Guerra Mundial, pasó por Bulevar Artigas y desde el techo le descolgaron un cartel inmenso con la clásica diatriba  contra el imperialismo yanqui. En esos años participé en infinitas manifestaciones relámpago en defensa de la Revolución Cubana, al grito de “Cuba sí, yanquis no” y otra consigna mucho peor, que hoy recuerdo con  infinita vergüenza: “¡Que suba, que suba, gobierno como en Cuba!”. Una manifestación relámpago consistía en pasar de boca en boca, entre todos los militantes de la FEUU, una esquina y una hora determinadas, para irrumpir de golpe en 18 y marchar  tres o cuatro cuadras hasta que llegara la policía.  Interrumpíamos el tránsito de 18 de Julio casi todos los días. Los compañeros omnibuseros nos odiaban y los policías también, más por las horas extras que tenían que trabajar para enfrentarnos, que por razones ideológicas. Pero yo con 20 años me sentía extraordinario, coprotagonista de la historia, miembro de la vanguardia esclarecida del pueblo uruguayo al que había que despertar de la alienación capitalista y conducirlo hacia el socialismo. Qué época  linda de mi vida: volver a Facultad, al día siguiente de una manifestación,  con la cabeza vendada a  causa de algún palazo, ante la admiración de los profesores y las chicas de la clase.

SILVITA EN CUBA
Se llamaba Juan Silva pero en la Facultad  le decíamos Silvita porque era bajito y con cara de niño. Entre rubio y pelirrojo, siempre sonriente y bonachón, emanaba un entusiasmo contagioso por todo lo que fuera revolucionario o contestatario. En 1963, creo,  se hizo en Cuba un congreso de la Unión Internacional de Arquitectos que había sido programado desde antes de la Revolución. Fidel Castro organizó en paralelo un congreso de estudiantes de arquitectura de Sudamérica y para facilitarnos el viaje mandó un barco ruso a buscarnos al puerto de Santos, en Brasil. Los que queríamos ir teníamos que pagar solo cien dólares, pero antes tuvimos que hacer en  Facultad una prueba escrita sobre las razones de nuestro interés en el viaje. Silvita casi pierde el concurso por manifestarse demasiado idealista y romántico con respecto a los rigores del materialismo dialéctico. Unos trescientos fans de Fidel confluimos en autobuses hacia Santos desde Santiago, Asunción, Buenos Aires, Montevideo y San Pablo. El viaje era muy largo pero nos entretuvimos jugando a las cartas, haciendo bullying  o estudiando a Lenin. No es casual que el barco ruso  se llamara Nadeshka Krupskaia, como la mujer de Lenin, pero el   capitán,   acostumbrado a hacer solamente el Mar del Norte,  no entendió  muy bien el bullanguero espíritu latino.  Juró no volver jamás a Sudamérica porque fumábamos en los camarotes, jugábamos a las cartas por plata, dejábamos las toallas tiradas por los corredores o intentábamos seducir  a las meseras de la tripulación. Se decía  que nos ponían bromuro, una droga  en la sopa para amenguar nuestra líbido juvenil. Llegamos a La Habana llenos de entusiasmo  y deseosos de ver la Revolución enseguida. En el puerto nos esperaron unas edecanes monísimas con flores, música, copas de “daiqurí”  bien helado  y nos acompañaron hasta  un hotel en la esquina de 3ª y F, un edificio moderno y agradable muy cerca del mar. Dejamos las valijas en los cuartos y corrimos hasta el Malecón, muy parecido a nuestra rambla de Pocitos. Silvita iba adelante deseando expresar su adhesión y entusiasmo revolucionario. Llegó antes que nadie al muro que ataja las olas,  se dio vuelta hacia nosotros, levantó los brazos al cielo y exclamó “¡Acá el mar es más grande!” y todos nos  abrazamos emocionados.



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