Cuando tenía 16 años trabajé como guía de turistas en una agencia de viajes. Mi tarea era mostrar la ciudad a pequeños grupos de turistas de habla inglesa. La frutilla de la torta era mostrarles el Palacio Legislativo. Un matrimonio norteamericano muy agradecido, sabiendo que yo pensaba estudiar arquitectura, me mandó luego desde Estados Unidos un libro extraordinario de regalo, con las mejores "casas de la pradera" de Frank Lloyd Wright: maravillosas, enormes, con sus famosos techos volados. Al entrar a Facultad empecé a dibujar así pero rápidamente los profesores me convencieron de que Wright era un arquitecto burgués, individualista y dedicado a clientes ricachones, y que mientras hubiera en nuestro país rancheríos y cantegriles no debíamos dejarnos seducir por aquellas formas encantadoras. Diez años después, más o menos cuando me recibí, y ya no creía en las utopías marxistas, me afilié a las ideas de la democracia liberal, pero algo de todo aquel igualitarismo obsesivo me debe haber quedado en el ADN, porque hasta hoy me siento incómodo ante las grandes obras de arquitectura que ostentan demasiados lujos formales, bellos pero carísimos, que se podrían haber evitado en beneficio de más viviendas, escuelas, hospitales o merenderos. Y eso que estoy de acuerdo con el Keynes que inspiró a Roosvelt en los años 30 cuando dijo: "es mejor hacer pozos y volver a taparlos que no hacer nada". Así que cuando veo las Pirámides de Egipto, el Palacio de Versalles, la Catedral de Notre Dame, el Taj Mahal de la India, el Museo Gugenheim de Bilbao o nuestro Palacio Legislativo, no puedo dejar de admirarme por el ingenio y el arte de los grandes arquitectos que tuvo la humanidad, y el orgullo que ese patrimonio representa para sus pueblos, y porque pasados ciertos años nadie se acuerda ni se queja de lo que costaron y qué se podía haber hecho en su lugar.